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Hace días, una apabullante multitud –trescientas personas– se manifestó en Santander pidiendo la prohibición de la caza. Feligreses del animalismo. Esa nueva religión secular, promotora de la igualdad hombre-bestia, que se ha autoerigido como único y verdadero credo defensor de los animales. ... Y donde, como en toda religión, brilla lo pasional por su vehemencia, y lo racional por su ausencia. Por simples, huelga perder un instante en rebatir sus lindezas para con la caza: «tortura», «terrorismo», «asesinato», «el peor de los clasismos», ¡ahora resulta que hasta 'machista' es la caza! Pero admito que los únicos argumentos que han sido capaces de transmitir: «en este milenio la caza ha perdido su sentido»; «la caza es deterioro de la naturaleza»; «la caza es símbolo de abandono rural», me han tocado la fibra sensible.
¿En el nuevo milenio, la muerte ha dejado de ser el principal mecanismo regulador de los ecosistemas? Para algunos debe ser traumático el que todas las mañanas, al cepillarnos los dientes, el espejo nos devuelva la prueba irrefutable de nuestra naturaleza cazadora: ¡tenemos caninos!, rasgo característico de la dentición de los mamíferos depredadores. Llevamos la caza en nuestros genes. Y cazar es lo que ha hecho el ser humano desde sus albores, erigido por la evolución como superpredador, en todos los ecosistemas que ha colonizado desde su salida de África. Cierto es que hoy el hombre puede prescindir de la caza como fuente de alimento. Cosa distinta, es que el medio pueda prescindir, sin verse afectado, de la acción depredadora del hombre. Resulta muy incongruente que quienes abogan por conservar al lobo en nuestros montes, sean los mismos que pretenden acabar con el hombre cazador. Como si el hombre fuese un depredador caído del cielo y no sea un componente más del ecosistema desde hace milenios.
En este sentido, y más allá de eslóganes panfletarios, invitaría a los animalistas a presentar un solo caso donde la prohibición de la caza –se sobreentiende, la caza bien gestionada– haya tenido consecuencias beneficiosas para el medio. Yo no sé de ninguno, pero expondré dos indicando todo lo contrario. En Holanda, la caza del ganso se prohibió en 1999. Desde entonces, su población ha aumentado un 2.000%, causando unas perdidas a la agricultura calculadas en 11 millones de euros al año. Y el problema trasciende a lo ecológico, ya que los excrementos de cientos de miles de gansos están causando la eutrofización de lagos y canales, alterando sus propiedades naturales. Con el resultado de una significativa pérdida de biodiversidad. ¿Solución?: el gobierno holandés ha procedido a «controlar» su población, gaseando miles tras su captura.
Otro ejemplo es el de Kenia, que prohibió la caza en 1977. Según su última memoria, el KWS (Kenya Wildlife Service) estima que, desde entonces, las poblaciones de grandes mamíferos han disminuido entre un 40 y un 70%. Esto no ocurre en la vecina Tanzania, donde la caza está autorizada. ¿La razón?, en Tanzania los cazadores occidentales se llevan consigo los trofeos, pero dejan en el país toneladas de carne, con la que se abastecen los habitantes locales. En Kenia, no hay caza, luego no hay carne. Al menos «legal», ya que los lugareños acaban arramplando, furtivamente, con todo lo que se mueve, para procurarse un sustento que, en Tanzania, gracias a la caza, obtienen de una manera regulada y bien gestionada. Dos claros ejemplos donde la prohibición de la caza no solo no ha evitado la muerte de los animales que, supuestamente, iban a verse indultados, sino que ha agravado la situación de otras poblaciones silvestres.
Con respecto al supuesto «la caza es deterioro de la naturaleza»: indicar que si todavía quedan tigres en India, es debido a que estos han sobrevivido, exclusivamente, en lo que antaño fueron reservas de caza –hoy parques nacionales– de maharajás y otros gerifaltes. Fuera de estos antiguos cazaderos, no ha quedado ni uno. Y este patrón se repite en todo el mundo. Es mucha coincidencia que, en Europa, parajes naturales emblemáticos como: el bosque de Bialowieza polaco; la Camargue francesa; los Cairngoms escoceses; los Abruzzos italianos; o nuestros Muniellos, Monfragüe, Cabañeros.... y la joya de nuestra naturaleza: Doñana –antes, Real Coto de Doñana– tengan en común eso: todos son antiguos cotos de caza. Estas maravillas naturales han llegado a nuestros días, conservadas en todo su esplendor, gracias a que generación tras generación de cazadores se preocupó de preservar los habitats.
Para acabar, sugeriría a los animalistas que el próximo año se manifiesten en algún pueblo del norte de Burgos o de la Montaña Palentina. Ahí donde la explotación de los cotos de caza locales, puede suponer hasta el 40% de los ingresos totales del ayuntamiento. Que se pasen por el bar, habitualmente frecuentado por los tres o cuatro vecinos que aun quedan; y que, durante la temporada de caza, se llena con las cuadrillas, dejándose sus dineros desayunando antes de subir al monte y comiendo al bajar. Y expliquen a los lugareños que no, que la caza no contribuye a mantener vivos los últimos pueblos altos habitados. Después, pueden volver a sus apacibles hogares urbanos, para seguir con su ensoñación de que la naturaleza funciona como en la película Bambi o en otras 'Disneypolleces' similares.
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