Secciones
Servicios
Destacamos
Hace veinte años un ignorante asesinó a un hombre sabio. Era fácil. El primero llevaba la violencia y la sangre como excusas. El segundo estaba expuesto de palabra, de argumento y de esperanza. El terrorista (el que causa terror) se amparó en la oscuridad; ... el segundo murió físicamente abrazado a sus apuntes, moralmente vinculado a su conocimiento y a su búsqueda de una manera de cambiar el mundo. De Ernest Lluch se puede decir que ya era leyenda antes de su asesinato porque había logrado pertenecer a la estirpe, muchas veces difusa, de humanismo y autenticidad. Como en 'Johnny Guitar', «cuando los héroes aún traían esperanza», el hombre Ernest Lluch, ministro, rector, profesor siempre, ya había cruzado al otro lado de las cosas que creemos inamovibles. Hombre culto, algo desaliñado, elegantemente despistado y austero, dejaba en los gestos una huella de melancolía y poso sereno, como el viajero que ha visto casi todo. Y un rastro de interrogantes y dudas tras zarandear la realidad. Intelectual nada acomodaticio, articulista incómodo, era un catalanista sin complejos con visión de Estado.
Lluch tenía la sensibilidad necesaria para evitar etiquetas, abonar de ideas el suelo que pisaba y edificar una extraña atmósfera entre el cariño, la provocación dosificada y ese punto de pícaro dispuesto a dejarte intrigado tras su enésima prueba de lucidez. Entrañable agitador, el diálogo, la cita nunca pretenciosa, la ausencia de miedo fueron los pilares de su tierra... en Barcelona, en San Sebastián, en Santander.
En estas dos décadas ya se han evocado con justicia sus logros. A la UIMP le devolvió su verdadera esencia internacional, de comuna del pensamiento y de isla de libertad. A Santander supo entenderla antes de mirar al mundo desde el ventanuco del Palacio de la Magdalena -al que impulsó su rehabilitación-, donde se asomaba temprano a trenzar ideas. Propuso el fundamento de Artesantander, vinculó la ciudad al Guggenheim, aunque no encontró ni iguales ni cómplices, y alumbró la ciudad durante más de seis años desde el convencimiento de que un rector podía ser un cercano demiurgo con la mochila cargada de curiosidades y sueños. En los primeros años de barbarie al periodista José María Portell lo asesinaron por saber demasiado. A Lluch, porque ya sabía lo esencial: «Gritad, gritad, porque mientras gritáis no mataréis». Lo escribí cuando la rabia dio paso a la tristeza. Como persona, con Lluch aprendí que a nuestro lado pasan, en ocasiones, seres que no son sólo importantes, sino necesarios. El rector, uno de los nuestros, quizás sólo cometió el delito hermoso de decir una palabra de más, la misma que conduce a toda celebración de la vida.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.