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Corría el mes de agosto del año 2002 cuando dos sistemas de bajas presiones (llamados Hanne e Ilse por más señas) atrajeron a Centroeuropa una enorme masa de aire cálido y húmedo desde el Mediterráneo que terminó precipitándose en forma de lluvias torrenciales sobre las ... cuencas de los ríos Danubio y Elba y causando una de las mayores catástrofes de la historia sobre Alemania, Austria, República Checa y Eslovaquia. Más de 100 muertos, daños superiores a los 15.000 millones de euros, pueblos y ciudades anegadas, casas e infraestructuras destruidas. Les suena, ¿verdad?
En aquellos días gobernaban en Alemania los socialdemócratas del SPD liderados por Gerhard Schroeder, un canciller que pasaba por sus horas más bajas y al que las encuestas situaban más de seis puntos por debajo de los democristianos de la CDU dirigidos por Edmund Stoiber debido básicamente a que Alemania se encontraba en plena crisis económica y de identidad, con una economía estancada que crecía a trompicones al 0,3% y una tasa de desempleo superior al 10%, números inasumibles para los exigentes electores del país teutón.
Aún seguía lloviendo cuando el canciller –recuerden, un político desahuciado al que los medios hacían cola para atizar desde sus troneras de opinión– se calzó unas botas de agua, un chubasquero verde que le quedaba grande y se trasladó a la orilla del Elba para dirigir de forma resuelta los trabajos de contención de la catástrofe, visitando afectados, consolando a los familiares de las víctimas, dirigiendo 'in situ' las reuniones de coordinación con manchas de barro con tal ímpetu que logró que a medida que las aguas del Elba descendían, su popularidad aumentara hasta alcanzar cifras estratosféricas.
Tres años después, el SPD de Schroeder lograba gracias a este impulso empatar las elecciones frente a la que ya despuntaba como nueva estrella de la política alemana, Angela Merkel, que tuvo que esperar unos años más para gobernar con holgura y ya sin la sombra del heroico líder de los socialdemócratas amenazándola.
Como ven, no hay una ley universal que determine que la popularidad de un gobernante esté ligada automáticamente a los avatares de la meteorología o de las catástrofes naturales. De hecho, y como ha estudiado con profusión la ciencia política norteamericana, es más bien al contrario gracias al llamado efecto 'rally round the flag', algo que en nuestro idioma podríamos traducir libremente como 'efecto cierre de filas' y que, según enunció en 1970 John Mueller, describe cómo en situaciones de crisis, especialmente –pero no solo–en conflictos internacionales , el pueblo hace eso, cerrar filas, en torno a su líder y se une para salir adelante. Un efecto que, como descubrió Schroeder, puede durar más o menos según el contexto y depende en buena medida de que el líder del país se ponga al frente del mismo aportando seguridad, confianza y certezas a unos ciudadanos vapuleados y necesitados de disponer de una bandera a la que asirse.
Un efecto del que alguien de su equipo debería haber advertido a Carlos Mazón en algún momento de esas seis horas en las que, mientras centenares de valencianos perdían sus vides y miles de ellos sus haciendas, él terminaba de degustar un plácido almuerzo a escasos metros de su despacho y en la más culposa de las inopias.
Un político y sigo hablando del todavía presidente de la Generalitat Valenciana, absolutamente carbonizado que a pesar de su huida hacia adelante de las últimas semanas y de la hiperactividad que trata de mostrar en la gestión de la post-DANA, ni puede ni podrá nunca evitar que su rostro se haya convertido en la representación de la tragedia y de la mala gestión. La cara de la peor versión posible de la política, que en cada aparición que realiza en los medios de comunicación se convierte en un cruel recordatorio de su inoperancia. Una faz que hasta que no desaparezca de la vida pública va a impedir a su partido remontar en las preferencias de los valencianos, ya que está y va a estar siempre unida al dolor de toda una región que ni quiere ni puede ni va olvidar nunca al máximo responsable de que la herida de la catástrofe siga abierta.
Un político que en lugar de seguir las enseñanzas de Gerhard Schroeder en la tragedia alemana para surfear el desastre echándose a la calle y convirtiéndose en la viva encarnación de los anhelos de supervivencia de los valencianos, que si algo buscaban en esas horas de pánico y orfandad era una bandera de confianza a la que asirse y unas instituciones bajo las que cobijarse, se quedó tan paralizado como una liebre en una carretera, desaprovechando una oportunidad que no va a volver.
Y no va a volver porque estoy seguro que la dirección nacional del Partido Popular es consciente de que cada minuto televisivo de Mazón, cada aparición suya en la prensa y cada vez que se escucha su voz en la radio suponen que miles de Españoles vuelvan a revivir la tragedia y recuerden que llegó a la presidencia valenciana usando las siglas de su partido. Y que, además, el PP necesita ganar Valencia con claridad para lograr un cambio de Gobierno en la Moncloa, por lo que cuanto antes acabe Feijóo con los sufrimientos de su barón y le muestre la puerta de salida, mejor será para el proyecto político que encabeza.
La buena noticia para el líder de los populares es que, además, no se trata de un movimiento político especialmente arriesgado, ya que si algo tiene el PP valenciano es banquillo de sobra para sustituir con garantías a Mazón.
Insisto, de sobra.
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