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Faltaban cuatro minutos para que hiciera su entrada en la estación de Torrelavega el tren de regreso a Santander. Aunque no sobraba el tiempo, decidí no apresurarme. Eran poderosas las razones que hacían aconsejable tomarse con calma el paso del andén uno a los andenes ... dos y tres, a los que se accede a través del túnel bajo las vías. Correr es de cobardes, no era tarde y podía esperar al tren siguiente, llovía con intensidad y, sobre todo, mi visión estaba disminuida a consecuencia de las gotas que dilatan la pupila en la revisión ocular. Cuando llegué al andén dos, el tren permanecía parado y abiertas sus puertas. Uno de los vagones parecía casi lleno, sin mucho espacio libre o yo no lo veía. Mientras estudiaba el asunto, el tren inició la marcha, mi posición firme se volvió inestable, y en lugar de sentarme de forma decorosa en el lugar debido, estuve a punto de hacerlo sobre una chica, la chica del tren.
Se llamaba Enya, el bonito nombre de raíces irlandesas y escocesas, pero eso lo supe después. Pedí disculpas, explicando brevemente lo de la revisión para justificarme, y ocupé mi sitio. No viajaba en uno de esos trenes que enlazan directamente las dos principales ciudades cántabras sino en el de siempre, el que circula al trantrán, porque qué prisa se va a dar si debe detenerse doce veces en veintisiete kilómetros a fin de dar servicio a las estaciones y apeaderos del itinerario. La chica que iba en el tren preguntó en qué pueblo bajaba yo, con la intención de indicarme dónde estábamos en cada momento. No necesitaba tanto, por fortuna, y mi meta final era la del propio tren, pero agradecí el detalle y por eso quise conocer cómo se llamaba. Nunca la había visto y probablemente no la volveré a ver, pero Enya, la atenta Enya, Enya de «núcleo, semilla y pequeño fuego» es, sin duda, una de esas personas que merecen la pena.
Ya en Santander, y de camino a casa, visité otro de los lugares en los que siempre encuentro gente amable. Mantengo el hábito, heredado de mi madre y en su recuerdo, de adquirir de cuando en cuando un cupón de la ONCE terminado en siete, el siete de la fortuna, decía, a la altura del cinco, que es el resultado de la suma del yin y el yang, el dos y el tres. Sin embargo, lo más favorable que he oído del siete, al que asocian a la espiritualidad, se refiere al número natural situado entre el seis y el ocho. Simple y nada cabalístico. Quizá por ello nunca ha tocado ni un céntimo. Pero hablaba de Enya, que está ya en el rincón del recuerdo de las anécdotas cortas y sencillas, en el que viven José María y su perro lazarillo -dos en uno- a los que mi hija inexistente compró un cupón o aquel niñuco cabroncete que me arruinó una foto y veía a Dios en las estrellas de las luces de Navidad que adornan las calles.
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