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Stephen Hawking en una visita a Santiago de Compostela afirmó que el universo deja poco lugar para un Creador. Por otra parte, sor Katarina Pajchel, ... religiosa dominica que trabaja en el proyecto de recrear mediante el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) el Big Ban que habría dado comienzo al universo, no duda en reconocer: «No diría que en la Física he encontrado la prueba de la existencia de Dios, pero la organización que uno encuentra en la naturaleza y su belleza, viene a reforzar la idea que yo tengo de Dios y mi relación con él, que es la de una criatura con su Creador. […] La naturaleza es fascinante y a mí como creyente, me habla del Creador. Enriquece mi profesión de fe y mi oración». Estas dos posturas nos dan pie para reflexionar sobre las relaciones entre la ciencia y la fe.
Vivimos un tiempo en el que la ciencia y la técnica ofrecen posibilidades extraordinarias para mejorar la existencia de todos. Pensemos en el campo de las comunicaciones: los coches tan potentes y rápidos, los trenes de alta velocidad y los aviones han reducido las distancias de manera asombrosa. Desde cualquier parte del universo me puedo poner en contacto con mi familia a través de un diminuto teléfono móvil, o de un correo electrónico, o de las redes sociales. En el campo de la medicina se han reducido enormemente las enfermedades incurables, la cirugía es capaz de sacar adelante los transplantes más complicados y de aliviar los momentos últimos del ser humano mediante los cuidados paliativos. Pero también hemos de reconocer que un uso perverso de estas capacidades podría provocar graves e irreparables consecuencias para la humanidad entera. Las armas nucleares y químicas pueden matar seres humanos sin número. ¿Quién pone límites a una ingeniería genética que pretende fabricar hombres y mujeres exactamente iguales en cuanto a sus genes?
Ahora bien, la ciencia no es todo. Los mismos científicos perciben en el estudio de la mente humana el misterio de una dimensión espiritual que trasciende la fisiología cerebral y que hace que percibamos todas nuestras actividades como las de seres libres y autónomos, capaces de la responsabilidad y del amor, y con una dignidad inalienable. Por todo esto cuando se investiga sobre el aprendizaje y la educación, que son actividades específicamente humanas, los estudios no se concentran sólo en la vida biológica, común a todos los seres vivientes, sino que incluyen además el trabajo de interpretación y evaluación de la mente humana. «Si yo veo una puesta de sol –dice Carl von Weizaker– puedo, mediante la espectrocospia física, explicar la intensidad de las diversas longitudes de onda que producen los colores hermosos del atardecer y dar una razón de por qué ocurre así, pero no puedo dar una razón científica de por qué me gusta contemplar ese espectáculo. El que la puesta de sol sea hermosa no lo describe ninguna ecuación, no es algo cuantificable».
El cientifismo es la pretensión de ofrecer una explicación de todo exclusivamente a partir de la ciencia, despreciando como no científicas otras formas legítimas de saber y de conocimiento, entre ellas la fe. El cientifismo no es más que una enfermedad de la ciencia, como el racionalismo lo es de la razón o la hepatitis del hígado. La ciencia no puede decir nada de lo que no es susceptible de experimentación. «El progreso de la ciencia, escribió el cardenal Poupard, ha hecho a ésta más consciente de sus límites y de su insuficiencia. La teoría general de la relatividad ha quebrado la imagen de omnipotencia que la ciencia se había creado. También se percibe una necesidad creciente de espiritualidad en los ambientes científicos». Einstein decía con mucho sentido común: «Yo no hablo de espacio y tiempo; yo hablo de reglas de medir y de relojes, porque estas son las cosas que yo puedo tratar en el laboratorio».
Cuando la ciencia y la teología respetan sus propios ámbitos y sus metodologías propias no hay ningún peligro de choque entre la una y la otra. Preguntar a la ciencia si Dios existe o no es algo semejante a preguntar a la mecánica del automóvil si el 'Quijote' tiene valor literario o no. Cuando el problema de Galileo, el cardenal Baronio repetía con frecuencia una frase de san Agustín: «La Biblia no me dice cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo». Por su parte san Juan Pablo II enseñó: «La fe no teme a la razón. Estas son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a él, para que conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar la plena verdad sobre sí mismo».
Por fin, he aquí un hecho real ocurrido en Francia. Coincidieron en un departamento del tren un señor de edad y un joven estudiante. En un momento determinado, mientras el joven iba enfrascado en la lectura de un libro, el hombre mayor sacó un rosario y se puso a rezarlo. Al apercibirse de ello el estudiante, con una sonrisa de conmiseración le dijo a su acompañante si todavía creía en esas supersticiones. ¿No sabe, dijo para avergonzarle, que la ciencia ha demostrado que Dios no existe? Pues no tenía noticia de tal descubrimiento científico, le replicó el señor mayor. ¿Me lo podría demostrar usted? Con mucho gusto lo haría, le respondió el estudiante, pero estamos a punto de llegar a nuestro destino y no tengo tiempo suficiente. Pero si me deja su dirección le escribiré recomendándole unos libros en los que encontrará argumentos de lo que digo. Con un gesto de aquiescencia el anciano sacó una tarjeta de su bolsillo dándosela al estudiante. Después de despedirse educadamente el joven leyó el nombre de su acompañante: Louis Pasteur, el inventor de la vacuna. Y es que los verdaderos grandes científicos, además de sencillos y humildes, suelen tener muy claro que no hay incompatibilidad entre ciencia y fe.
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