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Muchas ciudades se han convertido en espacios donde a los peatones les resulta complicadísimo disfrutar de la calma. Tratan de armonizar en ellas los responsables políticos múltiples «derechos», pero entran en inevitable colisión unos con otros. Su buena voluntad gestora se evapora demasiado rápido, ... confirmando que de la siempre fácil teoría a la dura realidad media hay un abismo. Conciliar tantos intereses de esparcimiento no suele mostrarse compatible con el empleo respetuoso de lo común ni, por supuesto, con cualquier convivencia ejemplar. La relación de casos que se ven y sufren cuando la falta de educación agoniza -hecho, por cierto, muy habitual-, supera el capítulo anecdótico. Los espacios públicos, tan degradados en su esencia primigenia, constituyen hogaño una rara síntesis de mini-territorios sin ley en los que abundan modos de expansión antagónicos. Nos encontramos en la estación del año en la que tal cuestión se visibiliza a tope, pues al aumentar el número de personas que salimos del nido animadas por el clima se intensifica el porcentaje de caos e incomodidad. Queda materializado de calle en calle, plaza en plaza, jardín en jardín y acera en acera el descontrol de una sociedad desarrollada sólo en apariencia. Qué decir al respecto del sugestivo ámbito playero... Propicia rifirrafes cada dos por tres debido a que múltiples usuarios se creen con más derecho que el prójimo a colmar sus caprichos en cada arenal. No resultará nada sencillo acabar con este problema que generamos los homo sapiens de la denominada era moderna, no. Pero es obvio que para no devorar en plan Saturno a sus miembros, las ciudades del futuro deberán ser más racionales que las del presente. He ahí un gran reto colectivo.
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