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El Masterchef político resultó finalmente más esclarecedor que otros debates entre futuros presidentes de Cantabria. Especialmente el episodio de la merluza rebozada. La aparente inocencia ... de la receta que escogió la aspirante del PP escondía el insospechado veneno de una embarazosa lectura. Buruaga cocinó un segundo plato. Qué alegoría tan categórica de su propia condición de candidata, como sucesora por renuncia de Ruth Beitia.
PSOE y PRC compitieron por los primeros. Zuloaga con propuesta verde y cruda, de iniciado en fogones. Una ensalada que aderezó con anchoas, pimentón regionalista. Revilla –culinario eclecticismo– cocinó un revuelto tripartito de perrechicos, panceta y huevos. Podemos y Vox –otra espléndida metáfora– llegaron a los postres con recetas fáciles, quesada y arroz con leche.
Ciudadanos optó por un guiso. Propuesta transversal que se adapta a cualquier paladar y que aspira a ser plato único, pero que también funciona de comodín: de primero, por las patatas, o de segundo, por el cachón.
Mientras ellos cocinan sus pactos, los aspirantes a la alcaldía de Santander se embarcaron en la pedreñera para regatear envites políticos desde la bahía, persistentemente irrigada por generosos chorros de almíbar.
La contemplación de la misma provoca tanto ensimismamiento que ninguno de ellos parece haber visto el barco saudí lleno de armas que quebró su inmaculada placidez. Se le prohibió entrar en Francia y la indiferencia –real o simulada– de nuestras autoridades le permitió atracar en Santander. Somos una ciudad extraordinariamente abierta, incluso a cualquier disparate.
El ministro Borrell se ha rebozado otra vez en el descrédito asegurando que el barco transportaba «armas no letales» –indecente contradicción– destinadas a una exhibición en los emiratos árabes, «no para usar en el conflicto de Yemen». Seguramente por eso un juez impidió su entrada en el puerto francés.
Suena tan convincente como cuando dijo que aquellas 400 bombas –que vendimos a Arabia a cambio de cuatro fragatas– eran tan inteligentes que no provocaban daños colaterales.
«La bomba neutrónica es maravillónica» –cantábamos en los setenta– «no destruye casas, no destruye puentes, solo mata gente».
Un naufragio moral, invisible ante nuestros ojos, envenena la bahía.
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