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Una página llamó mi atención ante el montón de periódicos viejos rescatados en una operación de limpieza. Era la portada de El Diario Montañés del 5 de agosto de 1990. Torrelavega proyectaba soterrar la estación de FEVE. En el interior, crónica de García Lahidalga detallando ... las expectativas y gestiones del entonces alcalde, José Gutiérrez Portilla. Confiaba en obtener ayuda del Gobierno de Felipe González para cofinanciar una inversión que en principio llevarían a cabo conjuntamente el Ayuntamiento de la capital del Besaya y la Diputación Regional, cuyo presidente era entonces Juan Hormaechea.
Treinta años después (el actual alcalde era entonces un chavalín de 9 años), para la integración ferroviaria de Torrelavega no existe ni siquiera fecha prevista de colocación de primera piedra. En el mejor de los mundos posibles, esta obra, entre trámites previos, ejecución propiamente dicha y demoras habituales por modificaciones, impugnaciones o porque ha llovido, no estará cumplida antes de 2025 y, si tropieza mucho más de lo que ya ha tropezado, ni para antes de 2030 se vería.
Esto de que de proyecto a realidad transcurran entre tres y cuatro décadas no puede tomarse sino como un estado patológico del complejo político-administrativo. Estado grave. Una obra que se puede realizar en tres años no debe esperar treinta. Porque ya no es problema específico de una actuación concreta, sino síntoma de problemas de fondo mucho más amplios y peligrosos. Torrelavega cumple 125 años como ciudad sabiendo de dónde viene bajando, pero sin idea de a dónde podrá subir.
En la finca de La Carmencita se estaba construyendo hace cinco años un Centro Regional de Emprendedores con fondos europeos (esos que luego la ciudad ha sido una y otra vez inhábil para recabar). Un grupo exigió cancelar aquello a cambio de hacer alcalde a un señor y desde entonces es lo que venía siendo: un aparcamiento. Ya no se necesitan emprendedores, solo conductores. Con anterioridad, en ese lugar el Gobierno de Cantabria había intentado construir una Estación de Autobuses por unos 20 millones de euros, aunque el lío que se podía montar con tantos vehículos grandes en el famoso Donut, y del que advirtieron los técnicos municipales, lo desaconsejó. Pero tampoco se trabajó una alternativa. Se pasó de querer invertir 20 millones a olvidarse del tema. ¿Había dejado de ser súbitamente una necesidad del transporte colectivo?
Y no siempre el resto de Cantabria se libra de esta sonrojante falta de continuidad y de eficacia. Cuando uno vuelve a leer noticias sobre centrales hidroeléctricas o eólicas, al principio se anima, pero al poco recuerda otros muchos periódicos polvorientos, de otros siglos y décadas, cuyos titulares ya anunciaban lo mismo o muy parecido. El «se va a hacer» es la especialidad de una región que destaca por el «sigue sin hacer». Una tradición de nulidad que, como mínimo, podemos remontar al ferrocarril Santander-Mediterráneo cuya biografía ha detallado Teresa Cobo en su reciente libro 'La hazaña estéril'. O incluso al Canal de Castilla que, tarde mal y nunca, se quedó en Alar en vez de bajar hasta Suances. Somos una comunidad rezagada porque nos rezagamos.
Nuestras grandes promesas son cometas que vuelven al cielo político cada veinte o treinta años. Entonces la respuesta habitual suele ser la repromesa: «Ahora sí que sí, ahora se va a hacer, ya veréis…». Pero hasta un burro que lleve treinta años siguiendo la zanahoria entenderá perfectamente que nadie le quiere dar la zanahoria: solo quieren que siga caminando, pagando impuestos, votando y, a las veces, aplaudiendo con las orejas. El ciudadano tendrá que ponerse un poco burro si no quiere que lo tomen por uno. La otra opción es dedicarse a la astronomía y gozar del espectáculo. El desastre es aceptable cuando es vocacional.
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Ana del Castillo
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