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Al analizar la organización territorial de España a partir de la Constitución de 1978 observamos, en primer lugar, que nuestro país se estructuró en diecisiete comunidades autónomas, de las que siete contienen una sola provincia mientras otras diez cuentan entre dos y nueve, a ... las que debemos sumar las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. Hecho este primer recuento de la nueva división territorial comenzamos ya a observar las primeras diferencias entre unas comunidades y otras, consecuencia del trato diferente dado en la propia Constitución para el acceso a su autonomía, bien a través del artículo 151 para unas, o del 143 para otras. Ello dio origen a competencias desiguales entre ellas, así como a un hecho fundamental, cual es la necesidad de que mientras las primeras exigieron para la aprobación de su Estatuto el que éste fuese refrendado por sus propios ciudadanos mediante un referéndum, el resto no precisaron tal requisito, lo que tiene importancia, no menor, a la hora de su modificación.
Otra característica diferencial es que mientras en las primeras su parlamento puede ser disuelto por decisión del presidente del Gobierno autonómico, convocando así las pertinentes elecciones, en el resto coinciden con las elecciones municipales que se celebran cada cuatro años en toda España.
A las diferencias anteriores debemos sumar que el País Vasco goza, en base a unos pretendidos derechos históricos -como si en España hasta el último villorrio no hubiera tenido múltiples fueros y privilegios ganados, o graciosamente otorgados a lo largo de nuestra dilatada historia y hoy ya felizmente arrumbados en el cajón de la modernidad-, de unos privilegios que no solo atentan contra la igualdad de todos los españoles que proclama la propia Constitución, sino que representan una grave discriminación con el resto de comunidades y muy especialmente con las limítrofes a la misma, como es el caso de Cantabria. A lo anterior, y en una vuelta de tuerca más en favor de la citada comunidad, la Constitución reconoce en su disposición transitoria cuarta -transitoriedad que dura ya cuarenta años, lo que no deja de ser un absurdo-, que la Comunidad Foral de Navarra podrá integrarse en el País Vasco si así lo deciden por referéndum los ciudadanos navarros. Mención especial merece también el hecho de que la propia Constitución reconozca a la Comunidad Navarra el «fuero» del que dicho territorio gozaba desde el siglo XIX y que, ampliado mediante el «Amejoramiento» del mismo, supone también una discriminación con relación al resto de comunidades.
Cuestión diferente, aunque no menor, son las distintas competencias reconocidas y transferidas a unas u otras comunidades, y así vemos como a Cataluña le ha sido cedida la gestión de las prisiones -competencia que desea también el País Vasco y cuyo ejercicio, en el trato que darían a los presos de ETA, es fácilmente deducible a la vista del trato privilegiado dado por la Generalidad de Cataluña a los presos del ilegal proceso independentista recientemente protagonizado por los mismos o al hijo del exhonorable Pujol-, o que el País Vasco, Navarra y Cataluña dispongan de policía propia, incluida la de tráfico -innecesario es recordar algunas actuaciones de los Mozos de Escuadra en Cataluña, en momentos decisivos de nuestra reciente historia-, por no citar la gestión cedida al País Vasco de todas las infraestructuras por carretera, incluidas las autopistas de peaje, y que en el resto de España son competencia del Gobierno central, lo que hace que las mismas, desde que entran en territorio vasco hasta su límite con Francia, queden bajo la gestión y autoridad del Gobierno autonómico, lo que supone problemas y dificultades que bien conocen los transportistas.
A la vista de lo anterior, transcurridos ya cuarenta años desde la aprobación de la Constitución, parece razonable hacer las correcciones oportunas en el título VIII de nuestra Carta Magna, y en los Estatutos de ella derivados, que eviten las diferencias, cuando no agravios, existentes entre unas y otras, a la vez que en base a la experiencia acumulada a lo largo de estos años -incluidos los problemas puestos de manifiesto en la gestión del covid-19- fijemos de forma definitiva las competencias que corresponden al Estado y las que corresponden a las comunidades autónomas, eliminando la posibilidad de delegar en éstas competencias reconocidas en exclusiva al Estado, a la vez que éste recupera aquellas otras que la experiencia ha demostrado que es más eficiente su gestión por parte del Gobierno central que a través de las comunidades autónomas. Ello exige el compromiso de los dos grandes partidos nacionales, PSOE y PP, para abordar, sin dilación, las modificaciones anteriores y consensuar una nueva ley electoral que represente fielmente la voluntad de los españoles e impida, de una vez por todas, que los partidos independentistas vascos y catalanes sigan obteniendo nuevas y jugosas prebendas con su limitada representación.
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