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Cion ese título publicaba hace semanas Antonio Fernández Vicente, profesor de Teoría de la Comunicación de la Universidad de Castilla la Mancha, un artículo de esos que merece la pena leer.
Al comienzo pensé que era una mera reflexión sobre las trágicas consecuencias que trajo ... Hiroshima, pero tiene mucha más enjundia y el escritor transciende la vida personal del piloto americano que lanzó la bomba y nos emplaza a la búsqueda de las causas en las que se sustenta la mayor parte de las atrocidades que ha cometido la humanidad.
El autor comienza el artículo con rotundidad: «Sin conciencia moral no hay humanidad posible. Era lo que nos mostraba el cuento William Wilson, de Edgar Allan Poe».
Explica que cada vez que Wilson se disponía a cometer un acto inmoral, aparecía inesperadamente otro William Wilson, la personificación de su conciencia, para impedirlo con un «susurro apenas perceptible». Y añade que la conciencia moral pide siempre un alto precio, como demuestra la historia de Claude Eatherly, el piloto del Straight Flush encargado de asegurar que las condiciones climatológicas fueran las adecuadas en la misión del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima; quien dio la señal de 'adelante' al bombardero Enola Gay y cumplió con su deber de soldado.
A partir de entonces su vida se convirtió en un verdadero infierno, recordando constantemente el horror de haber masacrado más de 80.000 vidas sin poder alejar de su pensamiento las espantosas imágenes de millares de cuerpos desgarrados por el fuego. Durante años cometió delitos inexplicables atormentado por la culpa. Intentó suicidarse varias veces y pasó largas estancias en correccionales e instituciones mentales.
Señala Fernández Vicente, que no se dejó narcotizar por los subterfugios acostumbrados para limpiar la conciencia y que en el cuento de Poe, Wilson da muerte a su propia conciencia. Justo antes de morir, el otro Wilson, su espejo moral, le susurra: «Has vencido y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!»
Lamentablemente el arrepentimiento, como le ocurrió al piloto americano, no ha sido nada frecuente y casi siempre se ha recurrido a justificar el despropósito y la barbarie con argumentos como: obediencia debida, cumplir órdenes, odio racial, etc.
En sus memorias sobre la Segunda Guerra Mundial, Churchill apenas hace referencia a los bombardeos de ciudades alemanas, indefensas y de escaso valor estratégico, ni da muestras de arrepentimiento por incendiar Dresde, Hamburgo o Lubeck.
Los soldados americanos en el Japón se jactaban, según recuerda el historiador Dower, de cómo unidades norteamericanas completas destinadas en el Pacífico -que alardeaban abiertamente de su política de «no hacer prisioneros»- recogían de forma rutinaria partes del cuerpo de soldados japoneses como recuerdo del campo de batalla. Es una lectura escalofriante para cualquiera que achaque con petulancia el monopolio de las atrocidades de la guerra al régimen nazi.
El batallón 101, junto con el ejército alemán, los Einsatzgruppen y las SS fueron igualmente responsables del aniquilamiento sin piedad de prisioneros de guerra en la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos niños. Los responsables fueron, en su mayor parte, aquellos hombres grises, padres y esposos ejemplares, como los denomina Christopher R. Browning.
La actual guerra de Ucrania añade un capítulo más a éste sin número de tragedias. El final del cuento de Allan Poe en el que se da muerte a su propia conciencia a ese «susurro apenas perceptible» que aparecía cuando iba a cometer un acto inmoral, era ya premonitor de esa violencia generalizada que nos viene acompañando estemos donde estemos.
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