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Cada individuo emplea los argumentos más socorridos que encuentra a su alcance para ajustar un objetivo al enfoque menos lesivo de sus intereses, por espurios que sean. No en vano, el razonamiento de la mente, con frecuencia limitado porque «quod natura non dat, salmantica non ... præstat» (Lo que la naturaleza no da, Salamanca no (lo) otorga), suele buscar de manera intuitiva atajos para alcanzar determinados fines. Aplicando el planteamiento al complejo universo de la política, tan presente hoy en cualquier conversación, encontramos infinitos referentes para el análisis frío. El más primario se centra en la simplificación de conceptos, el sutil reduccionismo intelectual de un hecho que a la especie humana le suele venir como anillo al dedo para no agotar sus neuronas. Todo sea por no pensar, esfuerzo titánico.
Escribía sobre la cuestión recientemente en una tercera de ABC el economista y matemático Juan José R. Calaza, afirmando: «Todas las personas están dotadas de razón, pero no todas se comportan racionalmente. La racionalidad debe sostenerse en un sistema lógico (formar o informal) coherente/consistente, no contradictorio, derivado de unos cuantos axiomas. Por ejemplo, el de transitividad: si prefiero B a C y C a D, coherentemente debo preferir B a D». Y como aviso a navegantes remataba así la cuestión: «Hay que cuidarse de sesgos y ser muy respetuosos con las reglas de la lógica para no incurrir en abusivas simplificaciones. Veamos: 4x0=0; 1x0=0. Por tanto, 4x0=1x0. Simplificando, queda 4=1. Eso es lo que hace la chusma de tramposos simplones». Añado: tan abundante en nuestra nación en los mediáticos y manipulables tiempos que nos ha tocado vivir en la lotería del destino. Ojo, por tanto, con determinadas simplificaciones: puede parecer que dan en un plis-plas algo por resuelto, cuando en realidad lo que están propiciando es un verdadero enredo de la madeja personal o colectiva.
Leer a la gente que usa la cabeza no sólo para llevarla a modo de adorno sobre los hombros implica acceder en profundidad al territorio de la reflexión, ese que obliga a saber escuchar (un arte) y a saber hablar (otro). O sea, no a decir aquello que se sabe sino a saber de qué va lo que se dice, cuestión bien distinta. Como se puede constatar en todo tipo de cuestiones y coyunturas, la síntesis torticera de argumentos que lleva aparejada la de conclusiones a la carta resulta más perversa y censurable en una sociedad desarrollada que la propia ignorancia. Muchísimo más, porque esconde una maquiavélica estrategia de, por eficaces, gravísimos resultados. Un elevado porcentaje de las repelentes cosas que acontecen a diario en el planeta Tierra lo demuestra sin ningún género de duda.
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