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Cuando llegó la gran pandemia en febrero, nadie sabía como afrontarla porque se trataba de un ignoto virus que provenía de China y del que se desconocía casi todo. La improvisación fue obligada ya que no existían certezas sobre las que apoyarse. Poco a poco, ... se fueron conociendo sus características y detectando las necesidades: la sanidad española, como la de la mayoría de países, no disponía del material adecuado para afrontar aquella contagiosa pandemia, por lo que hubo que emprender una angustiosa búsqueda en los mercados internacionales de toda clase de productos, desde mascarillas a respiradores.
Progresivamente, se fueron describiendo las medidas de seguridad que había que aplicar para reducir contagios y aplanar la famosa curva. También se perfeccionaron las terapias y decreció la letalidad. Llegó el confinamiento, que en España fue eficaz ya que al término del mismo prácticamente estaba controlada la pandemia. Ya se conocía por aquel entonces que, para contener futuros y previsibles rebrotes, había que reforzar la asistencia primaria y que tender una red suficiente de rastreadores.
Cuando cesó el estado de alarma y la gestión volvió a las autonomías, ni se mejoró la asistencia primaria, ni se contrató a suficientes rastreadores, ni se convocó a los expertos. Sigue sin existir una dirección única que marque directrices dictadas por el conocimiento científico. París inventó el toque de queda, y nuestros próceres se han subido al carro. No hay aval de los científicos y ni el sentido común respalda la utilidad del método. Parecería que no hemos aprendido nada, que somos incapaces de organizar la contención con el menor daño posible a la economía. ¿Tan limitada es nuestra inteligencia política?
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