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Permítaseme, una vez que parecen olvidadas las polémicas sobre la tumba de Francisco Franco debido a los avatares del coronavirus, evocar, como historiador, las emociones y sentimientos encontrados que las tumbas o mausoleos de los denominados «hombres grandes» en vida, reyes, emperadores, tiranos o ... dictadores, han provocado a lo largo de los tiempos. Desde las pirámides de los faraones ha sido una obsesión de muchos de estos personajes prolongar su vida después de la muerte bajo la mole de grandes mausoleos. Pero esta nueva vida tampoco suele ser eterna. Olvidan aquello del profeta bíblico «Sic transit gloria mundi» (Así pasa la gloria del mundo), que la actual pandemia ha vuelto a poner de actualidad. Oí comentar en París que, cuando el presidente F. Mitterrand estaba al final de sus días, pidió a sus ministros que no se gastase el dinero en una tumba fastuosa porque para tres días no merecía la pena. Pero Franco o sus sucesores no debían tener tanta fe como Mitterrand en su resurrección porque fue depositado en un escenario tan grandioso y sagrado como las pirámides de Egipto y, a pesar de ello, su supervivencia, como hemos visto recientemente, no ha estado asegurada. Lo sucedido con Franco me recuerda el caso de uno de los personajes de la Antigüedad que más importancia han tenido en la historia de Occidente, Constantino, el más grande de los emperadores romanos junto con Augusto. Constantino se hizo enterrar en una iglesia que él había mandado construir en la ciudad por él fundada como nueva capital del Imperio y que llevó su nombre, Constantinopla. Era una iglesia circular y bajo el centro de la bóveda se depositó su tumba rodeada de 12 cenotafios de los 12 apóstoles para demostrar que se consideraba el decimotercer apóstol, a pesar de que no se había bautizado hasta el momento de la muerte. La iglesia-mausoleo recibió el nombre de los Doce Apóstoles y allí reposó tranquilo el primer emperador cristiano durante más de veinte años hasta que fue nombrado obispo de la ciudad un tal Macedonio quien, por motivos no bien conocidos, tuvo la osadía de trasladar la tumba del emperador desde ese lugar tan privilegiado y simbólico a otra iglesia de la ciudad. Lo que sucedió lo recuerdan en términos muy similares dos historiadores de la Iglesia de la Antigüedad, Sócrates y Sozomeno. Como era de esperar, la decisión provocó divisiones y disturbios que hicieron correr la sangre entre la población de la ciudad y, lo que es más grave, indignó a su hijo, el emperador del momento, Constancio. Ambos historiadores coinciden en señalar que el obispo justificó el traslado por motivos de seguridad aduciendo que la iglesia amenazaba ruina y añade Sozomeno que el rechazo tan radical de una parte de la población fue debido a que pensaban que ello significaba cuestionar las disposiciones testamentarias de Constantino y, por lo tanto, el destino de la ciudad como nueva capital del imperio.
El imprudente obispo despreció los sentimientos de una parte del pueblo, pero no tuvo en cuenta la opinión del único hijo superviviente de Constantino, el emperador del momento. Ambos historiadores coinciden en recordar que Constancio acusó a Macedonio de ultrajar a su padre y de provocar la cólera del pueblo. Con mucha discreción, añade Sócrates, que por este motivo el obispo fue depuesto, recibiendo así un «leve castigo por los grandes males que había provocado». La tumba de Constantino volvió a la iglesia los Santos Apóstoles gracias a su hijo y allí permaneció hasta que en el 1453 el sultán turco Mohamed II conquistó la ciudad y destruyó la iglesia y la tumba. Con todo, su sucesor Soleimán el Magnífico quiso presentarse como heredero de los emperadores romanos por lo que tomó el título de Imperator Caesar Augustus y se hizo construir una tiara como la de los papas, pero no con tres coronas sino con cuatro.
La historia, «maestra de la vida» como decía Cicerón, enseña a no fiarse mucho de las ansias de sobrevivir de estos hombres que se consideran «grandes». Algunos como Hitler no dejaron rastro alguno, y los despojos despedazados de Mussolini no recibieron reposo hasta que en 1957 los partidos políticos italianos se pusieron de acuerdo en depositarlos en el cementerio de Predapio, su aldea natal perdida entre las montañas del Apenino. Cuando en el 443 el obispo sirio Teodoreto de Ciro recibió la noticia de que había muerto su colega, el poderoso obispo san Cirilo de Alejandría, exclamó: «Finalmente ha muerto este sinvergüenza. La noticia alegra a los vivos, pero ha debido entristecer a los difuntos por lo que hay peligro de que no lo soporten y nos lo quieran devolver. Por ello habrá que poner una losa muy pesada sobre su sepulcro». Pero los hechos demuestran que, en muchas ocasiones, tampoco una pesada losa impide el traslado.
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