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De Constantino a Franco

Viernes, 22 de mayo 2020, 07:23

Permítaseme, una vez que parecen olvidadas las polémicas sobre la tumba de Francisco Franco debido a los avatares del coronavirus, evocar, como historiador, las emociones y sentimientos encontrados que las tumbas o mausoleos de los denominados «hombres grandes» en vida, reyes, emperadores, tiranos o ... dictadores, han provocado a lo largo de los tiempos. Desde las pirámides de los faraones ha sido una obsesión de muchos de estos personajes prolongar su vida después de la muerte bajo la mole de grandes mausoleos. Pero esta nueva vida tampoco suele ser eterna. Olvidan aquello del profeta bíblico «Sic transit gloria mundi» (Así pasa la gloria del mundo), que la actual pandemia ha vuelto a poner de actualidad. Oí comentar en París que, cuando el presidente F. Mitterrand estaba al final de sus días, pidió a sus ministros que no se gastase el dinero en una tumba fastuosa porque para tres días no merecía la pena. Pero Franco o sus sucesores no debían tener tanta fe como Mitterrand en su resurrección porque fue depositado en un escenario tan grandioso y sagrado como las pirámides de Egipto y, a pesar de ello, su supervivencia, como hemos visto recientemente, no ha estado asegurada. Lo sucedido con Franco me recuerda el caso de uno de los personajes de la Antigüedad que más importancia han tenido en la historia de Occidente, Constantino, el más grande de los emperadores romanos junto con Augusto. Constantino se hizo enterrar en una iglesia que él había mandado construir en la ciudad por él fundada como nueva capital del Imperio y que llevó su nombre, Constantinopla. Era una iglesia circular y bajo el centro de la bóveda se depositó su tumba rodeada de 12 cenotafios de los 12 apóstoles para demostrar que se consideraba el decimotercer apóstol, a pesar de que no se había bautizado hasta el momento de la muerte. La iglesia-mausoleo recibió el nombre de los Doce Apóstoles y allí reposó tranquilo el primer emperador cristiano durante más de veinte años hasta que fue nombrado obispo de la ciudad un tal Macedonio quien, por motivos no bien conocidos, tuvo la osadía de trasladar la tumba del emperador desde ese lugar tan privilegiado y simbólico a otra iglesia de la ciudad. Lo que sucedió lo recuerdan en términos muy similares dos historiadores de la Iglesia de la Antigüedad, Sócrates y Sozomeno. Como era de esperar, la decisión provocó divisiones y disturbios que hicieron correr la sangre entre la población de la ciudad y, lo que es más grave, indignó a su hijo, el emperador del momento, Constancio. Ambos historiadores coinciden en señalar que el obispo justificó el traslado por motivos de seguridad aduciendo que la iglesia amenazaba ruina y añade Sozomeno que el rechazo tan radical de una parte de la población fue debido a que pensaban que ello significaba cuestionar las disposiciones testamentarias de Constantino y, por lo tanto, el destino de la ciudad como nueva capital del imperio.

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