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Esta semana se nos aparecen tres fenómenos que traen de común la reflexión sobre el valor de la continuidad: la reelección de Ángel Pazos como rector de la Universidad de Cantabria; el fallecimiento del expresidente cántabro y exalcalde santanderino Juan Hormaechea; y la ... aprobación de los Presupuestos del Estado para 2021.
El nuevo mandato de Pazos significa la prolongación hasta 2023 del impulso dado en su día por el rector Juan Jordá. Hay una línea directa que se remonta a través de lo que llevamos de siglo hacia él, pues Pazos fue vicerrector del rector José Carlos Gómez Sal, quien a su vez lo había sido de Federico Gutiérrez-Solana, que a su vez lo fuera de Jordá. Esto significa que, contando con el carácter personal que cada rector ha impreso en sus realizaciones, no obstante se ha mantenido una filosofía compartida que, muy resumidamente, se puede expresar como que la UC no podía limitarse a ser el centro de estudios superiores de una provincia, sino que tenía que apostar además por la investigación, por la excelencia docente y por la internacionalización. De ahí han venido sucesivas mejoras en las clasificaciones e hitos como ser uno de los primeros Campus de Excelencia Internacional en 2009 y ahora una universidad integrada en el consorcio europeo Eunice, junto con otras de Alemania, Francia, Bélgica, Italia, Polonia y Finlandia. Por el camino han nacido institutos investigadores de gran proyección y se ha mejorado sustancialmente el campus y sus servicios.
Esto hubiera sido impensable sin la continuidad. De haberse sucedido las crisis de equipos rectorales o cambios bruscos de orientación en las sucesivas elecciones, muchos proyectos que hoy son realidad no se habrían sustanciado. Cuando existe un plan de trabajo y un equipo para desarrollarlo, la continuidad es un ingrediente esencial del éxito. La única discontinuidad seria que vivió la UC fue realmente ajena a ella: el impacto de la recesión de 2008 y los programas de ahorro de gasto público que Bruselas determinó.
El caso de Hormaechea muestra mejor este valor de lo continuo. En la alcaldía, porque lo consiguió y lo transmitió: no sólo impulsó con tenacidad sus proyectos, sino que generó una cultura de obrar de ese modo, y así Manuel Huerta, Gonzalo Piñeiro e Íñigo de la Serna no le fueron a la zaga en realidades, ni mucho menos, y la alcaldesa Gema Igual lleva el mismo rumbo de ejecutividad y transformación de la ciudad. Como tuve ocasión de explicar, antes de que el covid-19 volviera tan desagradable este año 2020, en una charla en Amigos de Torrelavega con ocasión del 125 aniversario de la ciudad, allí no se ha dado esa continuidad: en el mismo tiempo que los santanderinos han contado cinco alcaldes de una misma línea política, los torrelaveguenses han tenido nueve alcaldes de tres partidos diferentes: seis socialistas, dos regionalistas y uno popular (este por solo 30 meses), con mayorías variopintas. Esto ha originado grandes demoras y cambios de orientación. Y al comparar los dos núcleos más urbanos de Cantabria, no puede uno evitar la consideración de que ambos han tenido los mismos gobiernos españoles y los mismos gobiernos cántabros, y que el único elemento diferencial han sido los gobiernos municipales. Unos con una excepcional continuidad, como una carrera de relevos; y otros marcados por la discontinuidad, los abandonos y más de una ocurrencia peregrina.
En cambio, Hormaechea como presidente no consiguió continuidad. Su primer mandato terminó como el rosario de la aurora, con una moción de censura que dio lugar a una coalición de todos los partidos del Parlamento. Su segundo mandato, iniciado después de que Martín Villa convenciera a todos de fusionar la UPCA dentro del Partido Popular, se quebró con la crisis de 1992 y la nueva ruptura, que ya no cesó hasta 1995. En esas condiciones de discontinuidad no sólo no se reprodujeron aquellas realizaciones de 1987, sino que se registró un inusitado deterioro de la institución autonómica, prácticamente paralizada y que no atendía las necesidades de la gente. Cantabria quedó relativamente protegida de su caótica autonomía solo por la escasez de su espacio competencial.
Una discontinuidad es lo que hemos vivido también desde que el PSOE censurante de Mariano Rajoy se avino a hacer aprobar los Presupuestos de Rajoy/Montoro. España ha tardado dos años y medio en contar con otros Presupuestos generales. Se hubiera podido resolver con las elecciones que Sánchez prometió para otoño de 2018, pero se empeñó en seguir gobernando con decretos-leyes y la imposibilidad de obtener el voto catalanista anuló el año 2019, el de las dos elecciones generales, porque tampoco se entendió con Ciudadanos (aunque había intentado con ellos una investidura fallida en 2016). En general ha sido pernicioso para el país, y para Cantabria casi catastrófico, por la discontinuidad en un proceso de inversiones que estaba ya en marcha y que ahora costará mucho recuperar. Desde luego, no lo recuperan los Presupuestos de 2021 en la medida necesaria: se nos van los tiempos.
Así pues, la continuidad como valor. Sin embargo, la continuidad es también una condición del declive: el continuo declinar. Hace cien años se imprimían páginas y más páginas sobre la continuidad histórica de los defectos de los españoles. Y quienes la negaban se tuvieron que callar al iniciarse una guerra civil que confirmaba la teoría. Cantabria lleva un continuo declinar en este siglo XXI ante las regiones vecinas: así lo muestra la serie del INE. Hay casos, pues, en que la continuidad no conviene y la discontinuidad, si da paso a una nueva continuidad y no es mera agitación, debe ser bienvenida. Quizá el principal secreto del arte de la política sea ese conocimiento de la conmutación entre una continuidad y otra. ¿Cree usted que deberíamos ya apretar el interruptor, o esperamos un poco más?
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