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Lo cantaba aquel Bisbal de primera hora, rematando el estribillo con una apasionada declaración de intenciones: «de sangre caliente pegado a tu piel». Claro que el almeriense se refería al corazón latino y no al porcino. Este último, menos festivo, promete, al parecer, una revolución ... científica: la prórroga de vida para los contribuyentes con dolencias cardiovasculares. No habíamos terminado aún con el asunto de Alberto Garzón y los establos cuando nos llegó la posibilidad de construir granjas para cerdos que no sólo continuarían abasteciendo al mundo de embutido en cantidades ingentes, sino que nos cederían sus órganos cuando los nuestros fallen.
La carne es un asunto peliagudo. Por un lado, entre la juventud intelectual y urbanita prolifera el veganismo, justa y respetable conclusión moral de quien prefiere renunciar al sufrimiento de un ser vivo para alimentarse. Por otro, la generalidad del planeta superpoblado, que todavía conserva las querencias dietéticas basadas en el consumo de carne, eso sí, lo más barata posible y sin ver al animal en el trance de la muerte. Las bestias basculan hoy entre la humanización de Disney y el sacrificio oculto del campo de exterminio. Evidentemente, las palabras del ministro cayeron, como la tostada de Murphy, por el peor lado. En lugar de propiciar un debate público sereno y riguroso, con la participación de expertos y colectivos afectados, se optó, una vez más -y ya van demasiadas en España- por la brocha gorda.
Garzón, como miembro de una corriente política que brilla sólo en la excepcionalidad y en el lío, prefiere la frase epatante antes que la propuesta de gestión. Sus adversarios de la derecha española (grogui por el discurso de Vox como antes lo estuvo la izquierda por la irrupción de Podemos) vieron en la defensa de la ganadería intensiva una fórmula para hacer oposición. El ataque diario al gobernante es la única vía para desplazarlo del mando. Esto lo han sabido siempre todos los participantes en el vodevil político español.
Por ese motivo, cualquier declaración al respecto de las macrogranjas, la contaminación que provocan o su impacto en la producción local cae en el saco roto del argumentario partidista. Unos y otros sospechan de la quietud del estudio del caso, quizás por la propia incapacidad para ofrecer respuestas prosaicas que no escondan la vocación de aplastar al contrincante. Abascal y Casado se nos disfrazan de carnívoros y Pedro Sánchez busca una manera de enfilar el asunto a través de la crisis de gobierno. Mientras tanto, todos desean que el duelo muera como mueren los partidos de fútbol cuando ningún equipo quiere marcar el gol: esperando el pitido del árbitro o la solución de Bruselas.
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