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No suelo tocar el monotema, pero hoy debo tratar de la fatiga social por covid-19. El confinamiento duro de primavera generó mucho estrés y una recesión económica elefantiásica. Hubo aquella primera fatiga del corte en la socialización, del teletrabajo súbito, de la educación épica ... a distancia, del aplazamiento de atenciones sanitarias no-covid, y un sinfín de consecuencias añadidas: paro, ERTEs, cierres de pequeños negocios. Dramas. Fatiga emocional de quienes sufrían y quienes los atendían. Fatiga de trabajadores sobreexpuestos a un riesgo mortal. Fatiga incluso del gobierno que tenía que ir al Congreso a explicarse con mala conciencia, porque las cifras metían, y meten, miedo.
El encierro aplanó la curva. El rótulo de «nueva normalidad» fue leído en junio como plena libertad con mascarilla intermitente. Desde el mes de agosto empezó a emerger una segunda ola, consecuencia de esta libre intermitencia. Las nuevas restricciones activaron ya cierta fatiga social, con mayor frecuencia de protestas. En cambio, el sistema escolar se adaptó bastante bien: nada presencial es tan agónico como el teleprofe y el telealumno. Los cierres perimetrales de autonomías y municipios dieron lugar a incidentes, picaresca y problemas de comprensión ciudadana de la mutante normativa. Que el Ministerio de Sanidad no mantuviera la coordinación y autoridad para toda España ante una crisis de esta magnitud es algo que será visto poco caritativamente cuando se escriba la historia de la pandemia. Quizá también el señor Illa y su comité fantasma estaban fatigados y quisieron pasar el «coronamarrón» a las autonomías. Pronto sufrirán a este comensal de a once solo los catalanes. El pecado del «procès» recibe su penitencia.
La fatiga en Cantabria resulta muy evidente. Los casos de políticos de todo color y autoridad pillados en comidas o copichuelas aparentemente sin las medidas preventivas causan descrédito. La falta de pedagogía ha generado mosqueos monumentales en sectores como la hostelería. Con lo de los «allegados» ha habido más humorismo que con las obras completas de Jardiel Poncela. Y el cambio de comensales de diez a seis dos días antes de Nochevieja tuvo como única consecuencia la desobediencia civil más universal que uno recuerda en Cantabria.
Se nota en las conversaciones cotidianas una sublevación creciente, fruto de fatiga, sí, por largos meses de pandemia, pero también porque hay que explicarse mejor y no liar al personal. Este sentimiento ha ido a más ante el pobre inicio de la campaña vacunal. Cantabria salía muy malparada de las primeras estadísticas comparativas. No estaba protegiendo a su población debidamente. ¿Y hoy?
El cese de una directora general de Salud Pública en plena crisis de segunda a tercera ola e inicio de la presunta solución radical solo puede ser leído como admisión de error de bulto, que se quiere corregir poniendo al frente a Herr Wallmann. Confiemos en que este experto lo haga bien, y ojalá podamos designarle pronto hijo adoptivo de Cantabria y declarar el Schnitzel plato montañés, con guarnición de pimiento de Isla y patata de Valderredible.
De momento, hay que vacunar, es decir, salir de este problema del no-vacunar. Y hay que informar, y salir de este problema del no-informar. Las primeras previsiones apuntaban a inmunizar en el primer trimestre a unos 30.000 a 35.000 cántabros. Esto es muy poco. El umbral de inmunidad de rebaño varía en función del «bicho» que hay que prevenir. No se sabe a ciencia cierta cuál puede ser el umbral para el covid-19. Para el sarampión, es un 95%. Para la gripe, se cree que entre el 33% y el 44% de la población. Si el patrón covid es como la gripe, y si recordamos que el estudio de seroprevalencia dice que un 6% de cántabros ha pasado ya la enfermedad, esto situaría la horquilla cántabra de «vacunandos» entre las 160.000 y los 220.000 personas, grosso modo. Como la vacuna se inyecta en dos dosis separadas, hay que multiplicar por dos para totalizar los «pinchazos»: 320.000 en el mejor caso, y 440.000 en la parte alta.
Esto a su vez significa que, con una media de 2.000 pinchazos al día, sin parar los fines de semana, se tardaría en llegar a inmunidad de rebaño entre 160 y 220 días, es decir, entre cinco meses y pico y algo más de siete meses en la parte alta de la horquilla. Final: entre julio y septiembre. Sin jeringuillas en «findes» y fiestas, añadan mes y medio o dos meses en cada agenda.
Como el umbral de inmunidad de grupo resulte para el covid-19 más alto del 44%, todas estas fechas se alargarán correspondientemente. Así que cuando se dice que esto no es una carrera... perdón, tiene que serlo o será un fracaso colosal, y encima con mutantes de más rápido contagio por ahí. Hay que realizar un esfuerzo organizativo excepcional y sostenido en el tiempo, reuniendo todos los recursos tanto públicos como privados y reclutando a toda persona capaz de poner una inyección correctamente.
Pero la responsabilidad de asegurar esa organización no es ni de la dirección de Salud Pública ni del consejero de turno. El artículo 2 del vigente decreto de Estado de Alarma señala que los presidentes autonómicos, como autoridades competentes delegadas por el Gobierno de la nación, pueden tomar las decisiones del artículo 11: «podrán imponer en su ámbito territorial la realización de las prestaciones personales obligatorias que resulten imprescindibles en el ámbito de sus sistemas sanitarios y sociosanitarios para responder a la situación de emergencia sanitaria que motiva la aprobación de este real decreto». Es decir, Miguel Ángel Revilla tiene plenos poderes para obligar a todas las personas que considere a incorporarse a la campaña vacunal durante el tiempo necesario. Y creo que, si además pidiera voluntarios, habría muchos.
Hay que movilizar lo movilizable y que el problema sea que se ha quedado vacía la nevera de los viales, no que falten manos o cronogramas para poner miles de inyecciones al día. Porque, con estos números que muy someramente hemos explorado, es claro que la «coronafatiga» irá a más y que 2021 puede ser un año donde muchos acaben hasta la «coronilla».
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Ana del Castillo
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