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Uno. De forma abrupta hemos comprobado que el sistema es frágil y que somos vulnerables. Y hemos entrado en pánico: ya no podemos ir al gran almacén y satisfacer inmediatamente nuestros deseos; ya no podemos comprar los cachivaches que nos dan la felicidad.
Hace ... poco, El Diario Montañés publicó un reportaje con el título: 'Crisis de suministros y más costes de producción, la tormenta perfecta que ya pagan los cántabros'; su redactor, Abel Verano, indicaba que «Cantabria no se escapa de un problema global que se traduce en escasez de vehículos, ropa, ordenadores, electrodomésticos, juguetes y bicicletas entre otros productos». El mismo periódico publicó un interesante artículo del profesor José Villaverde con el título 'La globalización en peligro'; entre otros argumentos señalaba que, aunque la globalización seguirá con nosotros, no se pueden obviar tres peligros: «la inseguridad de suministros, los nacionalismos crecientes y los conflictos geopolíticos».
Dos. Lo sabemos, las crisis de nuestro sistema productivo son periódicas (la crisis del 29, la del 73, la crisis financiera global del 2008...) y el sistema muta para reencontrar el equilibrio y mantenerse. Una muestra: la crisis del petróleo del 73, consecuencia de un conflicto sociopolítico (la guerra de Israel contra Egipto y Siria, llevó a que los países del Golfo Pérsico productores del petróleo decidieran un embargo del combustible), produjo en los países occidentales: inflación, disminución del crecimiento económico y aumento del desempleo.
Globalización, mundialización, este es nuestro escenario; en él se desarrolla nuestra existencia (estamos en un sistema abierto, dinámico e inestable).
Todo está vinculado: lo científico-tecnológico-productivo-económico, y estos ámbitos se relacionan con lo cultural y con la organización sociopolítica, y los vínculos alcanzan a los hábitos de vida, al modelo de existencia, a los valores, a los propósitos vitales, a las relaciones con los otros y con el medioambiente.
Tres. Nuestra existencia se desarrolla en un continuo entre el aislamiento-autonomía y la dependencia de los otros. En un extremo hace mucho frío en el otro demasiado calor, en ocasiones nos quemamos. El reto está en encontrar el equilibrio entre los dos polos (algunos hablan de cooperación con autonomía).
La interdependencia tiene aspectos positivos, pero también implica debilidades (la sabiduría popular lo dice: «la cadena es tan fuerte como el más débil de sus eslabones»). La excesiva «especialización funcional» provoca problemas; entre otros, lo saben los urbanistas, los que planifican el territorio y, en el plano más amplio, los expertos en planificación económica.
Toda sociedad-territorio que se base en el 'monocultivo' corre riesgos (de nuevo el dicho común: «No conviene poner todos los huevos en la misma cesta»). Una muestra: estalló la pandemia y descubrimos que no fabricábamos ni mascarillas, ni bicicletas; que había que traerlas de China (la división internacional del trabajo ha llevado a que la fábrica del mundo esté en China, en Corea, en la India...). Y ahora vemos que como no fabricamos microchips todos los aparatos electrónicos se pueden parar. Y como no tenemos petróleo, y carecemos de gas (el conflicto entre Marruecos y Argelia subraya nuestra dependencia de las fuentes de energía), pues...
En España (y en gran medida Occidente) hemos pasado del «¡Qué inventen ellos!», al «¡Qué fabriquen ellos!». Se ha dicho que España se ha convertido en un país de camareros. Por supuesto, se trata de una caricatura, simple e hiriente, pero ¿la imagen no provoca una reflexión? Como muchas zonas de este país viven del turismo y de la hostelería, las restricciones a la movilidad y la necesidad de la distancia social provocadas por la pandemia han producido un daño especial a esos territorios y sectores económicos.
Cuatro. Refiriéndose a nuestro mundo tecnológicamente avanzado e hiperconectado, se habla de 'sociedad del riesgo' y de la incertidumbre.
La soberbia y opulenta sociedad ha empezado a temblar. De pronto nos hemos dado cuenta de que los problemas son enormes. Las consecuencias del cambio climático -provocado por nuestro sistema productivo y modo de vida- se han hecho evidentes. La globalización provoca que se pierdan identidades culturales.
La sociedad de consumo nos ha hecho dependientes de demasiadas comodidades, lo queremos todo, y lo queremos ya, y sin molestarnos: apretando un botón. ¿Se acuerdan de cuando cualquiera de nosotros cambiaba la luz fundida de un coche? El progreso nos ha convertido en especialistas y, por tanto, en dependientes. Claro que el mundo pasado no era el paraíso perdido, pero la sociedad actual tampoco es el cielo prometido.
Como en una novela de ciencia ficción, como en una película de desastres, parece que todo se tambalea: crisis medioambiental, pandemia, falta combustible, faltan materias primas, problemas de transporte, colapso del sistema productivo. ¿Se ha abierto la caja de pandora?
Mafalda dijo algo así como: «Que paren el mundo que quiero bajarme». Bueno, sin ser tan drásticos (además, ¿cómo nos bajamos de un tren en marcha?) quizá sea oportuno disminuir la velocidad, pensar sobre la dirección que llevamos y corregir errores.
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