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Teniendo en cuenta que una de las mayores conquistas de las sociedades democráticas es el reconocimiento legal de la libertad de expresión, no deja de resultar curioso comprobar que muchas de las personas a las que se les llena la boca proclamándola se indignen cada ... vez que alguien, al hacer uso de ella, decida criticarlas.
Esto acontece con inevitable frecuencia y en todos los ámbitos (qué decir al respecto, por ejemplo, del político). A lo largo de la historia el ser humano se ha debatido siempre entre lo que dice y hace; es decir, en un inabarcable territorio de contradicciones. Pocos ejemplares mantienen una coherencia entre el discurso y el comportamiento. Aquel hombre honesto al que, candil en mano, buscaba desesperado Diógenes por las calles sigue encontrándose en pequeñas cantidades.
Lo común es hallar en el camino al que se adapta cual guante a las circunstancias. O sea, que ahora mantiene un criterio y en cuanto cambian las circunstancias mantiene uno radicalmente distinto. Tal conducta la sintetizó de maravilla el gran Groucho Marx al decir: «Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros». Un principio, qué eufemismo, es para muchos que la libertad de expresión se desarrolle. Pero en cuanto se dirija hacia su ego serán los primeros en demandar a gritos que el lanzador de la palabra, vía oral o texto, apunte hacia otro. La falta de análisis a fondo en todos los sectores profesionales implica que la autocomplaciente sociedad de hogaño sea tan rehén de la mediocridad. Abanderar la libertad de expresión no debería resultar nunca, en consecuencia, una mera pose sino una actitud moralmente profiláctica. Sin crítica es imposible el progreso real.
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