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Algunos periodistas medimos el tiempo por el número de palabras. Por ejemplo, un texto de mil palabras tiene la duración de un concierto para piano y orquesta. Sus tres o cuatro movimientos, si tecleas rápido y tienes claro lo que quieres decir, te acompañan hasta ... completar una doble página del periódico. Las crónicas de Ricardo Hontañón tenían la duración de las sonatas; la misma extensión, pero también el riesgo de lo concreto. Dicen que es el género donde se extrae lo esencial de la armonía, donde no cabe el error porque no hay nada alrededor para disimularlo. En una orquesta, un desliz de la viola o la entrada tarde de un fagot puede verse diluida, pero en una sonata, lo que hay que decir, se dice. Y Ricardo Hontañón nos contaba así los conciertos desde hacía décadas, con una breve melodía que nos llegaba al correo electrónico cada tarde.
Se supone que lo que pasaba en los conciertos luego iba a parar a esas notas, pero no siempre era así. Ricardo elaboraba su propia voz, y el valor de sus frases no estaba en la explicación de lo que había sucedido en el escenario, sino en su fe en la música para romper límites. Ricardo se comunicaba con el mundo con blancas y negras, y ahí nos entendíamos todos. Antes de que sonara la grabación que advierte en el Palacio de Festivales del inicio de la función, uno le veía trepando por las escaleras con la urgencia del que quiere apoderarse de la experiencia y ser el primero en contarla. En esa rapidez también nos ganaba. Y ahí estaba en la oscuridad de las salas, cada noche, con esa ansia que no lograban saciar ni Simon Rattle, ni John Eliot Gardiner, los recitales de la Fundación Botín ni las finales de los concursos internacionales de piano, con fallos de jurado en directo y favoritos del público con calcetines de colores que a él le entusiasmaban.
Tras cada función, como si la música pudiera evaporarse, salía de las salas avanzando con ayuda por la moqueta, comentando su visión para cerciorarse del enfoque, porque a diferencia de los demás, que salíamos extasiados, en Ricardo el concierto volvía a suceder en su cabeza cuando se ponía ante el teclado con su hermana a su lado y tocaba las notas de nuevo para dárnoslas a los demás, a los lectores de El Diario, a sí mismo. ¿Por qué limitar la música solamente al tiempo que dura? ¿Por qué conformarnos con los límites? Ricardo no medía el tiempo, lo asumía, y en sus piezas nos daba la oportunidad de reventar también nosotros el sentido que tienen los finales.
No se trata de loar la afición entusiasta que sentía, o de recordar al compañero que desde las páginas de la sección de Cultura contribuyó a nuestro relato colectivo. El cariño y el dolor son evidentes. Sin embargo, en un tiempo en que se asume con demasiada naturalidad que nadie es imprescindible, es necesario recordar que hay seres irremplazables. Y así será a medida que se alcen las batutas, y los telones sigan colgando, y los primeros violines de orquestas de todo el mundo nos pongan en pie. La mejor despedida es un bis. Hagamos como Ricardo, quitemos al tiempo sus límites, hagamos que la música sea siempre la crónica de un después.
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