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El pasado 11 de febrero se celebraba el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Solo el nombre de dicha 'celebración' debiera hacer que nos avergonzáramos como sociedad presuntamente avanzada. Durante muchos años, los docentes sobremanera, nos hemos centrado en « ... empoderar» a las niñas en su carrera hacia los estudios; un término tan manido como frecuentemente mal empleado. «Empoderar» a nuestras pequeñas, «empoderar» a las no tan pequeñas. Como si la solución a todo problema viniera siempre de la mano de otros que tienen a bien dar unas migajas a las mujeres o, mucho más encantador, como si las mujeres no representaran un papel protagonista en nuestra sociedad por falta de perseverancia, tesón y asertividad.
Algo así como si el papel de las mujeres no dependiera de la opresión a la que es sometida desde la infancia y pudiera modificarse solo por el simple hecho de reivindicar sus derechos fuertemente. Qué tontas hemos sido, cómo no se nos habrá ocurrido antes: la solución pasaba simplemente por empoderarse. Lanzamos mensajes a nuestras jóvenes simples y a la vez muy confusos: «si quieres, puedes», «si puedes soñarlo, puedes hacerlo». Todos ellos, dignos de tazas estimulantes de desayuno. Pero no sirve solo con eso. Enviamos a nuestras niñas a medios hostiles, sabemos que lo van a pasar mal, que la violencia cultural va a estar ahí acechando, que no vale con querer; que, en ocasiones, el querer no es poder. Porque nos centramos en «empoderar» a nuestras niñas, pero no en educar fuera de la hegemonía del machismo a nuestros niños.
Damos por válidos ciertos comportamientos como si fuera imposible alejarlos de su cotidianeidad. Volcamos la responsabilidad del cuidado, de la organización, de la «culpa» a las niñas casi sin darnos cuenta; reproduciendo así siglos de doblegamiento, denostando lo «femenino» hasta límites insospechados, como si se tratara de una tara de la que es imprescindible deshacerse.
Y es que, ese empoderamiento, es un arma de doble faz. Implica reinventarse. Porque ese empoderamiento lleva consigo un alzar la voz, un reivindicar un lugar, un puesto, un turno de palabra en una reunión. Algo con lo que no todo el mundo se siente cómodo, ni mucho menos, pero que esta sociedad machista exige a diario. Es injusto. Los niños deben desempeñar un papel que les ha sido otorgado por nacimiento, un uniforme de hegemonía masculina que quizás no les encaje del todo pero al que se suelen terminar adaptando. Y las niñas, en el mejor de los casos, tendrán un entorno que las empuje a exigir lo que les pertenece, a reivindicar su lugar, su puesto, su turno de palabra. Un entorno donde la igualdad no será real hasta que el «empoderamiento» no sea necesario y cada quien pueda fluir según su sentir y no según la lotería biológica que nos ha tocado desempeñar.
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