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Llevo treinta y tres años trabajando contra viento y marea en el negociado de lo cultural, más concretamente en el de una entidad pública, y creo que algo tengo que decir sobre el tópico de la desidia con que los políticos tratan a la ... pobre señora doña Cultura.
He tratado con alcaldes, concejales y consejeros de todo pelaje y no he conocido prácticamente a ninguno que infravalore a esa señora. Todos la aprecian mucho, y es seguro que la aprecian de verdad, no sólo de boquilla. La aprecian, la respetan e incluso diría que, cuando se lucen con ella, lo hacen con un orgullo que les sale de muy dentro. ¿Por qué entonces la apoyan tan poco? ¿Por qué ocupa tan breve sitio en sus agendas? ¿Por qué dispone de tan escasos euros en sus presupuestos?
La respuesta es muy sencilla. Porque la basura se lo impide. No llamo basura a la mierda. Llamo basura a todo aquello que, siendo innecesario, inútil o carente de valor, ocupa el espacio –y el tiempo– de lo que es necesario, útil o valioso. La mayoría de los políticos que he conocido no son tarugos ni vagos, al contrario, trabajan mucho; el problema es que una enorme maraña de tontería públicas, de bagatelas intelectuales, de asuntos basura, acapara casi todo su espacio y tiempo. Y por eso es necesario ayudar a los políticos. Hay que ayudarlos a prescindir de tanta basura y a que tengan libertad para centrarse en la cultura. Hoy más que nunca, hay que ayudar a los políticos a que aprendan a cribar, enseñarles a que no derrochen el tiempo –el suyo y el de sus funcionarios– y el dinero que son de todos en negocios desprovistos de valor y de importancia, por más que esos negocias estén demandados por muchos ciudadanos muy respetables. Hay que respetarlos pero a la vez decir no a cantidad de cosas sin interés que consumen dinero público y tiempo en detrimento de otras que sí tienen interés, que sí enriquecen intelectualmente a la población.
¿Queremos más Galdós en 2020, por ejemplo? Pues más urgente que apremiar, más urgente que dar ideas y propuestas a nuestros políticos es señalarles qué asuntos concretos no valen la pena, qué asuntos superfluos deberían dejar de lado para poder así ocuparse, libremente y sin hipotecas, del gran novelista.
Si queremos salvar la cultura, es urgente purificarla, quitarle lo que le sobra: es urgente limpiar la casa pública y mandar al basurero un montón de cosas, un montón de temas que usurpan su espacio, que recortan el tiempo de alcaldes, concejales y consejeros con el pretexto, quizá, de que dan más votos, pero que, si lo miramos, probablemente no les dan ya ni eso. ¿Con qué derecho reclamamos a los gobiernos que hagan más por los bienes culturales si no nos atrevemos a señalarles qué bienes son inferiores, cuáles de los bienes que tanto están ocupando hoy a nuestros políticos no lo merecen.
Creo que esa sería hoy la principal ocupación de los intelectuales críticos.
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