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José Luis Hidalgo Iglesias, de cuyo nacimiento en Torres se cumplirá pronto el primer siglo, cumplió una de las más trágicas figuras del poeta: fallecer joven. Aún no había celebrado los 28 años cuando una enfermedad pulmonar se le llevó por delante en aquel Madrid ... de la posguerra. Ya para entonces descollaba como existencialista en verso, y contaba con amistades sobresalientes como el que habría de ser Premio Nobel, Vicente Aleixandre. Tiene un busto pétreo dedicado en el Parque de Mesones, junto a la segunda playa de El Sardinero. El escultor, Jesús Otero. A lo largo de 2019 se recuerda a este torrelaveguense que no podríamos llamar «malogrado» poeta, ya que fue tan logrado como para constar hoy en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes; pero podría haberlo sido más, si los muertos a los que imprecó no lo hubiesen reclamado con tanto entusiasmo.
Deseo comentar hoy no su desgarrado sentimiento de la fugacidad de la existencia y de la omnipresencia de la muerte (que en su caso le hizo pasar del sentimiento infantil de orfandad al juvenil de testigo de las atrocidades de la guerra civil), sino su voluntad de experimentar con las palabras para recubrir, en realidad descubrir, nuevos sentidos.
Así que vamos a decir algo sobre las expresiones «sombra lamiente», «cielo blancúreo», «cegor inagotable», «cuerno azulenco», «caiga gemebundo», y «burila en el agua», todas ellas presentes en sus versos. De las voces inusuales que cada una contiene, usted no encontrará en el diccionario de la Academia las tres primeras, pero sí las tres últimas.
«Lamiente» nos lleva a la función que se hace cualidad: una sombra «que lame» es «lamiente». Hidalgo nos invita a seguir este patrón que amplifica nuestro idioma: persona «mirante», o «callante» como contrario de «hablante».
Tampoco «blancúreo» es voz de la RAE, aunque bien entendemos que puede ser un color blanco desvaído, no puro blanco, sino más bien una palidez y un desleimiento. Notamos cierto matiz despectivo, y a la vez el potencial idiomático del despectivismo: «negrúreo» vendría de la misma lógica.
Y «cegor» es una voz valenciana-catalana (Hidalgo tuvo mucha relación con Valencia), que significa «ceguera» y con la que algunos autores tradujeron el alemán «Blindheit». Se refiere el joven poeta a «la savia del mundo que pasa por mi cuerpo»: sería un movimiento natural y ciego, pues solo por la conciencia del poeta se hace posible la visión, «porque yo soy para el mundo la causa de su presencia». Pero incluso podría tratarse de una errata por el valenciano «regor», que significa una regadura, un golpe de riego agrícola, y así leeríamos: «la corriente que gira, regadura inagotable / voz de retorno eterno por un mismo camino». No soy filólogo y aquí me detengo, pero en ambos casos el de Torres nos convida a tomar en préstamo otras voces ibéricas, que aporten sonoridad.
Sí que recoge nuestra autoridad competente las voces «azulenco», es decir, azulado; «gemebundo» o que gime profundamente; y «burilar», grabar con el buril. Pero son interesantes sus escenarios hidalguianos. El cuerno azulenco es la luna, que no parece fácil ver de esta tonalidad. La gemebundez vendría del violento contacto con la misteriosa sombra cuyo cuerpo se anhela. Y el buril que hace grabados en el agua es la luz, con lo que Hidalgo logra una imagen magnífica, de poeta reverenciable.
He colocado en este texto siete palabras de riguroso estreno hoy en la lengua castellana. ¿Las ha detectado usted todas? No conocemos si el castellano nació en Cantabria, mas José Luis Hidalgo demostró que aquí sabríamos ampliarlo. El poeta es quien da voces al diccionario, pero sin gritarle.
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Ana del Castillo
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