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Cuánta moral necesita la política? Uno tiende a contestar espontáneamente que no puede haber nunca suficiente moral en la política. A la vista de los casos de corrupción y otros comportamientos que la degradan, el clamor lógico es que moralicemos la política, que los valores ... estén por encima de los intereses. Sin embargo, propongo invertir por un momento la mirada y que nos preguntemos si la causa de que la política nos resulte tan decepcionante, agresiva y disfuncional no tendrá que ver más bien con que está planteada en términos morales y no de acuerdo con la lógica que le sería más adecuada. Que el campo de juego se defina como un combate entre el bien y el mal polariza, dificulta la argumentación racional y hace imposibles los acuerdos.
La moralización a la que me refiero no consiste solo en que las cuestiones morales jueguen un papel creciente en la política, sino que casi todo sea tratado como un asunto moral. La moralización de la política se produce siempre que irrumpen valoraciones morales cuando, más que valores, lo que hay son intereses y aspiraciones de poder, allí donde la argumentación política se sustituye por sentimientos morales como la culpa o la indignación. La polarización que lamentamos es la consecuencia lógica de haber construido un campo de juego de antagonismos absolutos; todo se decide en una lucha épica entre el bien y el mal, nacionales contra traidores, víctimas y verdugos, la dignidad frente la infamia, la culpabilidad y la inocencia. En la contraposición hay dos posiciones claras, pero nada más. El moralismo es una máquina de simplificar.
La moralización de los conflictos políticos tiene la ventaja de que nos ahorra mayores argumentaciones. Para tener razón y estar en el lado correcto de la historia basta con indignarse frente a quienes suponemos que se resisten al bien. Los que discrepan no tienen ideas distintas sino malas intenciones. La moral se caracteriza por la contraposición entre el bien y el mal y con los malos no se discute nunca. Si uno considera que sus propios intereses son moralmente buenos (en vez de simplemente mejores), entonces ya no tiene que hacer otra cosa que combatir con todos los medios el mal que anida en los de otros. Quien así piensa no está defendiendo sus intereses sino exhibiendo sus convicciones. Lo siguiente es desplegar un argumentario de la dignidad y la humillación que cierra el paso al diálogo y la negociación.
La sobreactuación moralista es un fingimiento con consecuencias reales muy negativas, ya que beneficia a los más extremos y dificulta los acuerdos cuando son necesarios. El primer damnificado de la moralización es el poder de negociar. Sobre intereses se puede negociar, pero si de todo hacemos una cuestión de principio, las transacciones son imposibles. Las personas con firmes convicciones suelen cometer errores por no atender también a sus intereses (con frecuencia y para asombro de todos, también pueden dañar a sus propios intereses). El político pertrechado con las armas de la moral acostumbra a convertir sus intereses en principios y se resiste a aceptar que muchos de esos principios podrían transformarse en intereses sobre los que cabe un más o menos y, llegado el caso, una transacción. Esos espacios de encuentro que los moralistas consideran más inaccesibles podrían estar más al alcance si tratáramos los principios como si fueran intereses, en lugar de considerar los intereses como principios, dificultando así los acuerdos. Todo sería más fácil si habláramos de soberanía en vez de autogobierno, si pudiéramos cuantificar la calidad, si discutiéramos más sobre el estar que sobre el ser, si no interpretáramos como maldad lo que puede deberse al error, si no buscáramos la victoria sino la convivencia. La moralización de las pretensiones políticas es una verdadera condena para la democracia, que es una forma de gobierno en la que se negocia con las preferencias e intereses, pero sobre lo bueno y lo malo no se puede negociar.
La primera regla de la moral en la política consiste en no presentarse como defensor de la moral cuando uno está defendiendo sus intereses y la segunda es no descalificar moralmente a quien consideramos errado políticamente. Siempre he admirado la grandeza de esa sutilidad liberal que nos enseña a distinguir entre la discrepancia y el error, entre el adversario y el enemigo, es decir, entre política y moral. Se dibuja así un campo de comunicación y combate que permite estar completamente a favor de algo y reconocer el derecho de otros a sostener lo contrario, defender una posición sin arrojar una sospecha de inmoralidad hacia quien no lo ve así.
En política, además de cosas buenas y malas, las hay oportunas, discutibles, negociables, provisionales o deseables, calificativos con los que tomamos una posición respecto de ellas que no es exactamente moral, aunque podamos hacerlo apasionadamente. La comunicación política sería muy distinta si tuviéramos el valor de quitarle toda esa carga valorativa. La política no puede reducirse a la neutralidad técnica, a datos asépticos sin valoraciones implícitas, pero deberíamos dejar un poco más de espacio a factores que suavicen las contraposiciones ideológicas. Hablemos más de lo mejor y lo peor y menos del bien y del mal; discutamos sobre criterios menos enfáticos (la oportunidad, la conveniencia, las posibles alternativas, los costes y beneficios...) y que antagonizan mucho menos. Lo mejor y lo peor están menos alejados que el bien y el mal.
Si defiendo una cierta desmoralización de la política es porque creo que de ello se beneficiaría la política, pero también la moral. Representar el bien proporciona un sentimiento de superioridad moral que es incompatible con la verdadera moralidad. Que la moralización no implica necesariamente un aumento de la moral se puede comprobar en el hecho de que quien tiene la moral de su parte puede permitírselo todo, incluido algún comportamiento inmoral. El comienzo de la inmoralidad está en pensar que uno tiene la moralidad de su parte. En la medida en que es esencial para una democracia establecer un marco de controversia, la moralización de la política es un claro peligro. Los defensores de la democracia no sólo han de defenderse del mal, también han de tener cuidado con la tentación del bien.
Daniel Innerarity acaba de publicar 'La libertad democrática' (Galaxia Gutenberg)
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