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Era Navidad y yo tendría unos diez años. En mi colegio decidieron representar 'Cuento de Navidad' de Dickens. Una obra corta y sencilla con el malvado y avaro señor Scrooge, al que visitaban los fantasmas de las navidades pasadas, presentes y futuras. Como ya conocían ... un poco a todos los alumnos, decidieron asignar los papeles según las dotes escénicas de cada uno. Yo era callado y poco dado a lo dramático, así que decidieron apartarme de la escena –para mi felicidad– y me encargaron fabricar una especie de candelabro de marquetería que sostendría la vela que portaba el protagonista durante su periplo vital. Yo hice lo que me pidieron, pero como mi mente siempre ha sido muy dada a la fantasía y a esos vuelos libres que te ausentan del mundo, el día del gran estreno, cuando me reclamaron mi única e insignificante aportación a aquella función, el candelabro de madera, resultó que yo lo había olvidado en casa, y no hubo manera de sustituirlo por nada parecido. El protagonista salió a escena con la vela desnuda, y como debía apoyarla en un aparador, la vela traidora, desprovista del candelabro, no se sostuvo y cayó pesadamente al suelo, lo que provocó una reacción en cadena de nervios e infortunios que arruinó toda la representación. Sin manifestarlo a las claras, todos me culparon a mí de ese fracaso y cuando salíamos todos los actores me hacían el vacío. Cuarenta años después, soy un enfermo de ELA que habla, respira y se mueve mediante máquinas. Un bicho raro. Un individuo extraño, absurdo e insignificante. Durante años conservé aquel candelabro. Cada vez me hacía más gracia mirarlo. A medida que aprendía a valorar mis rarezas. Y la pieza deforme acabó situada en un puzle donde encajó a la perfección.
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