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Es difícil explicarle a alguien que no vivió en los ochenta lo que significó la película 'Rocky' para nuestra generación. Todos sabemos que la película del boxeador no es ninguna genialidad. Pero eso daba igual. Porque nosotros éramos niños o adolescentes, y cuando veíamos a ... ese tipo musculoso pero en plan tosco, con cara de cateto y con ese andrajoso chándal gris correr dando puñetazos al aire por los barrios más pobres de Philadelphia, al ritmo de esa música: na, na, na-na, na, no me digan por qué, pero nos parecía glorioso. Rocky corría cada vez más rápido, y subía escaleras con más corazón que cerebro, y la música iba creciendo dando alas a sus piernas fatigadas, hasta que llegaba a la cima y la música alcanzaba el clímax con la cámara dando vueltas alrededor del boxeador, que levantaba los brazos y saltaba celebrando una victoria imaginaria: la lucha que libraba contra él mismo o algo parecido.Rocky era un perdedor que venía de abajo, como casi todos nosotros, pero al que se le daba la oportunidad de enfrentarse al campeón, alguien más poderoso, más rico y hasta más preparado, aunque más fanfarrón. Podías darle de hostias legalmente al listo del pueblo, y si te mantenías en pie al final, apearle a él de su posición de poder para sentarte tú en su atalaya. Cómo no nos iba a gustar aquello. Rocky recibió una tremenda paliza, pero se mantuvo en pie, acostumbrado a los golpes de la vida que duelen más que los del cuadrilátero, y perdió a los puntos. Pero después de ver su película, cuando jugábamos al fútbol en campos de cemento y nos caíamos y nos sangraban las rodillas, aquello te dolía menos, o te dolía igual, pero no te quejabas. Te levantabas y seguías. Como Rocky.
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