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Cuando yo tenía unos ocho o diez años solía ir los domingos con mi padre y mi tío al estadio a ver partidos de fútbol. Se supone que yo tenía que sentirme afortunado por ello, aunque a mí tampoco es que me apasionara el asunto. ... Pero hacía feliz a mi padre y no era tan horrible. Había que sentarse en bancadas de hormigón y el clima extremo vallisoletano no es el mas propicio para ver eventos al aire libre, pero en el descanso había bocadillo. Han pasado más de cuarenta años de eso: eran otros tiempos. Entonces la gente vestía su ropa de domingo y había un tufo a puros farias, a coñac amargo y a colonia de hombre, formando una neblina densa que se te quedaba en la garganta durante días. De vez en cuando un energúmeno se levantaba y comenzaba a vociferar y a insultar, pero los que estaban cerca le recriminaban su actitud, y el faltón se sentaba con las orejas gachas, avergonzado.
Sin embargo, en poco tiempo los que insultaban superaron considerablemente en número a los que recriminaban, y mi padre decidió, para mi felicidad, que era buen momento para ver el fútbol en casa. Hoy recordaba aquello viendo los modernos estadios con sus confortables asientos y ese césped que no se embarra nunca. Es una extraña sensación esa de pasar en poco tiempo de escuchar las batallitas del abuelo a contar tú esas batallitas: «En mis tiempos esto era así y asá».
Para ti es la epopeya de un superviviente, para el resto desvaríos y melancolía deprimente. Mi padre ya no puede recordar aquellos partidos de fútbol domingueros. No puede inspirar esa melancolía nostálgica que Víctor Hugo llamaba «la felicidad de estar triste». Una pena, porque aquellos bocadillos de tortilla francesa estaban de puta madre.
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