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Anthony Thomas Hoover II, alias TJ, aparte de un nombre que entronca con las novelas de la generación beat estadounidense, tiene una historia a la altura del mismísimo Edgar Allan Poe. Los detalles se han publicado hace unos días. El amigo TJ era aficionado a ... las drogas, pero un día se pasó y acabó en el hospital con una sobredosis. Sufrió un paro cardíaco y se declaró su muerte cerebral, por lo que decidieron desconectarlo del soporte vital. Como era donante de órganos, procedieron a la extracción de las valiosas vísceras, pero en medio de esta truculenta operación, Anthony Thomas despertó, se revolvió y hasta lloró. «Abortar, abortar», gritaría alguien, y hubo que recolocar todo de nuevo. Y ahí está el tío, vivito y coleando, aunque con secuelas. Eso es un mal viaje y lo demás son tonterías.
Los responsables de la obtención de órganos estadounidenses han aclarado que estos casos son anecdóticos, que hay muchos filtros, y que esto no disuada a nadie de donar. ¿Cómo nos va a disuadir? Si no hubiera sido donante, a TJ le habrían chamuscado o enterrado vivo. Ser donante le salvó la vida.
Los que sabemos que nos bajamos en la siguiente solemos hacer nuestro testamento vital. Ahí te preguntan si quieres donar tus órganos. No puedo imaginar qué tipo de elemento desalmado y con qué argumentos puede contestar «no» a esa pregunta. Hasta el que haya sido un cabronazo con pintas en vida puede darle algo de épica a su final, salvando varias vidas de golpe sin esfuerzo. Pienso en la persona que reciba mis órganos, una vez extraídos, estando yo bien muerto, espero. Puede que sea el elemento desalmado o el cabronazo. Nuestro país es el primero en el mundo en donación de órganos. También puede ser alguien excepcional. Quién sabe.
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