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Esta semana hace dos años que vive conmigo esa acompañante gorrona y tocapelotas llamada ELA. En este último año ha decidido, por su cuenta ... y sin discusión posible, que lo de comer, beber, hablar y andar son atrasos que no merece la pena mantener. Así que hemos prescindido de ello tratando de mantener el buen rollo y la sonrisa, eso sí. Esta compañera celosa y resentida gasta mala hostia, y no le gustan las sonrisillas ni los buenos rolletes, así que decidió desquitarse con el tema de la respiración, solo que se le fue la mano con la ira y estuve a punto de diñarla un par de veces por insuficiencia respiratoria, asfixiado, vaya. Tuve suerte de recalar a tiempo en Urgencias de Valdecilla, donde se empeñaron en que no estirara la pata y me abrieron un boquete en la tráquea para conectarme a una máquina que me acompañará para los restos.
De todo esto queda la satisfacción de seguir vivo a pesar de los golpes. La necesidad de ser agradecido con el montón de profesionales sanitarios de la sanidad pública —Urgencias, uci, la séptima planta de Valdecilla, mi neumóloga, mi neuróloga, fisioterapeutas, enfermería, celadores— que dieron todo para que alguien insignificante, y que se va a morir igual, tire para adelante un poco más, esquivando a su inseparable ELA otro día, y otro mes, y con suerte otro año, huyendo de un destino escrito, conocido por todos. Pero vivo con las dos mejores personas del mundo. Así que yo ya he ganado. Jódete, ELA.
Vivir conectado a una máquina significa aceptar que un día algo puede fallar. Y si algo falla y no dispones de asistencia o no puedes pagarla, pues adiós. Cada día mueren tres enfermos mientras la ley ELA ya aprobada carece de financiación. Una absoluta vergüenza.
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