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Cerca de la ciudad alemana de Colonia puedes dar una vuelta en una pequeña embarcación que navega por el Rin. Para acceder a dicho barco hay una taquilla donde puedes comprar los tiques y a la vez pillarte unas cervezas para tomártelas mientras esperas. La ... taquilla es una caseta del tamaño de la mujer que hay dentro, una típica alemana grandota con coloretes, trenzas y ceño fruncido. Cuando te acercas, ella te mira desde el otro lado de una vitrina que tiene dos aberturas: una rectangular, situada en su repisa, destinada al intercambio de dinero; y otra abertura, con forma de botellín de cerveza, situada en el centro de su vitrina. Los tiques y el dinero, por abajo y las cervezas por el agujero con forma de cerveza. Y no hay más. Es sabido el gusto germánico por el orden y el cumplimiento de las normas a rajatabla. Eso pensaba yo cuando veo a otro español entregarle el dinero a la mujer alemana metiendo su mano por el agujero con forma de cerveza. La mujer se tomó aquello como una ofensa nacional, le lanzó una mirada asesina y, como el español insistió en su gesto, acabó golpeando dos veces con su manaza teutona la tarima inferior, plam, plam, ante lo cual el español se batió en retirada, replegó su mano del terreno invadido y cedió a la norma pero sonriendo a su acompañante, orgulloso de su atrevimiento. Yo contemplé aquella escena y reconocí ese gen soberbio y desafiante, tan nuestro, del que desprecia cuanto ignora; pero preferí tomarme mis cervezas y subirme a aquel barco sin tocar mucho las narices a la alemana. Recuerdo que Mariano Rajoy dijo una vez: «España es una gran nación, y los españoles muy españoles y mucho españoles». Y el tío no pudo clavarlo más.
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