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Si te encuentras entre un grupo de personas, hay una tendencia a creer que todos están observándonos y analizándonos, de tal manera que nuestra forma de expresarnos, de vestir o incluso de movernos, van a ser tela de juicio para los demás, que nos juzgarán ... con la mayor maldad posible. Sin embargo, la realidad es que los demás están pendientes de sus propias historias, y pasan mucho de las tuyas. Eso lo llaman efecto foco: creemos que tenemos un foco encima que nos ilumina a ojos de todos, pero lo cierto es que no hay nadie mirando. Todos están mirando su propio ombligo. En mi caso, como a menudo soy consciente de mi propia insignificancia, la invisibilidad no me preocupa. No hay foco, lo cual es hasta tranquilizador, porque evito el suplicio de tratar de improvisar conversaciones con desconocidos.
Por otra parte, cuando digo lo de mi insignificancia, esto no implica que me sienta intimidado. Al contrario, ningún rey ni premio Nobel ni nadie que haya sido encumbrado por cualquier motivo, se va a plantar delante de mí y me va a convencer de que no es un cacho de carne con ojos igual que yo. Solo hay una persona que sí me dejaría mudo. Y tiene nombre: Miguel Delibes. Supongamos que me muero y voy a un sitio, donde, de pronto, aparece por ahí paseando el fantasma de Delibes; pues juro que mi mano espectral temblaría al estrechar la suya. Y eso que yo nunca quise leer sus libros. Me parecía un señor gris y aburrido, pero vi a mi madre con sus libros en las manos y sentí curiosidad. Y luego ya no paré. Y se me pegó por dentro. Y todavía está ahí. Y, además, era de Valladolid, lo cual ya es una genialidad en sí misma.
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