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La semana pasada, un ejemplar de leopardo persa, en peligro de extinción, escapó de su recinto fuertemente vallado y electrificado, en el zoo de Cabárceno. Como ya conocían sus querencias escapistas, tenía un GPS en el cuello y fue localizado dentro del parque. Se ... optó por liquidarlo, alegando que se cumplían los protocolos del parque, y generando una amplia controversia dividida en dos corrientes metodológicas. A saber: los que piensan —entre ellos Revilla— que el leopardo estaba 'amurriau' y con un dardo tranquilizante se habría zanjado el asunto; y por otro lado, los partidarios del protocolo, del más vale prevenir que curar, que luego vienen los sustos y las lamentaciones, y los dardos tranquilizantes los carga el diablo.
Imagino al que abatió al leopardo: alguien con su arma en el hombro, apuntando, el ojo guiñado, con sudor en la frente, el dedo titubeante en el gatillo, sin tiempo para entrar en profundas disquisiciones legales, éticas y filosóficas, o realizar algún tipo de referéndum a nivel nacional para decidir qué hacer con la bestia. Me alegro de no estar en su pellejo.
También pienso en la necesidad que había de tener encerrado a un animal que no se adapta a la vida en cautividad, y al que la naturaleza ha dotado de un ansia de libertad y unas capacidades físicas que le permiten fugarse hasta de Alcatraz, si lo metes allí. Y que por esa irresponsabilidad nuestra, el animal acabe muerto a tiros en unos matorrales. Un animal esquivo y huidizo que no le gusta ser observado: si tú quieres contemplarlo en un lado, él se oculta en otro, a salvo de las miradas de paletos y urbanitas con ínfulas de zoólogo. Encerrar a un animal tan majestuoso y ponerle un GPS no creo que sea la mejor idea que hemos tenido.
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