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Como muchos otros chavales de mi época, yo comencé a leer con los tebeos de Mortadelo y Filemón. Había también otros volúmenes de más peso llamados 'Superhumor', donde se incluían otras historietas de '13, Rúe del percebe', 'Sacarino', 'Rompetechos' o 'Pepe Gotera y Otilio'. Luego ... comencé a leer cómics de Tintín, Lucky Luke o Asterix y Obelix, con historias más elaboradas. El salto a las pequeñas novelas lo di con una serie llamada 'Los tres investigadores', creada por Robert Arthur, con el inteligente Jupiter Jones al frente de un grupo de adolescentes que resolvían el 'Misterio en el castillo del terror' o el 'Misterio de la calavera parlante'. Esos títulos tan evocadores me atraían como un imán. En los veranos de mi niñez iba a la biblioteca de buena mañana y me emocionaba al encontrar en el estante el ejemplar de la serie que me faltaba por leer. Lo atrapaba con mis manos y lo daba mil vueltas de camino a casa. El resto del día lo pasaba en la calle con mis amigos, pero después de cenar o al levantarme lo abría y me sumergía en sus aventuras. Después de eso, y ya con la droga en mis venas de la fantasía, la aventura y el misterio, comencé a curiosear con Edgar Allan Poe, que me fascinó. De ahí pasé a Julio Verne, R.L. Stevenson, Jack London, Daniel Defoe, Rudyard Kipling, Mark Twain, Orwell, Lovecraft y así hasta llegar a mi primera gran novela: 'El conde de Montecristo'. Después de esto, ya era un adicto irredento y podía con todo. 'Moby Dick' fue lo siguiente, mientras seguía con Alejandro Dumas, Joseph Conrad o Stendhal, y empezaba con 'Crimen y castigo' y Dostoyevsky, o con 'Cien años de soledad' y García Márquez o Valle-Inclan.
En el colegio y después en el instituto, se empeñaban en que leyera 'El Quijote' una y otra vez, pero a mí me parecía un tostón, y hasta mucho tiempo después no aprecié su riqueza. Sin embargo, hubo un libro que sí me influyó muchísimo hasta hoy en día y que conocí al leer un pequeño fragmento en un libro pintarrajeado de literatura: 'El Lazarillo de Tormes'. La parte en que se convierte en mozo de ciego la habré leído cien veces.
Mi padre tenía una casquería en un mercado de Valladolid. Una casquería no es como una carnicería. En la carnicería hay carne, embutidos, quesos, adobados: el olor es hasta agradable. En la casquería hay vísceras: hígado, corazón, callos, riñones o sesos, y a ese olor digamos que hay que acostumbrarse. Mi padre me llevaba los veranos a cobrar a los clientes y dar el cambio, así aligeraba la venta. La gente en aquella época, los ochenta, compraba en la casquería porque no podía comprar a diario en la carnicería. Nosotros vendíamos a los más humildes dentro de los humildes. Y ahí, entre carne, dinero y gente humilde, yo sentí ese despertar que sintió el lazarillo cuando el ciego le engañó y le dijo que pusiera el oído en un toro de piedra, y cuando lo puso inocentemente para escuchar, el ciego le dio «una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor»; y entonces despertó de la simpleza en que, como niño dormido estaba: «Me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».
Entonces descubrí un ingrediente de la literatura que era droga dura para mí: la verdad. Verdad con mayúsculas en 'Cumbres borrascosas', 'El guardián entre el centeno', 'Por quién doblan las campanas' o 'Las uvas de la ira'; y en todo Dickens, Nabokov, Baroja, Galdós, Cela, Delibes, Javier Marías o el cántabro Pereda y su 'Sotileza' que leí al venir a vivir a Santander desde Valladolid hace casi veinte años.
El 21 de marzo de 2023 me diagnosticaron ELA y, como expliqué en el artículo titulado 'Libros a la intemperie', en un arrebato de desesperación, al cambiar de domicilio, doné todos mis libros a una librería de segunda mano. He tenido innumerables momentos para arrepentirme de esa decisión, pero lo cierto es que ahora sería incapaz de sostener un libro en mis manos. Sigo leyendo en digital, pero no con esa emoción primigenia.
Pero mi enfermedad no ha conseguido que olvide mis libros, mi vida.
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