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Mi perro se llama Boby. Lo adoptamos cuando tenía unos tres o cuatro años en una protectora que lo había rescatado de la perrera. Entonces su nombre era Kiko y no tenía pasado conocido. Alguien lo encontró vagando por ahí y lo llevó a la ... perrera. Desde que está con nosotros hemos hecho mil hipótesis sobre su pasado, dado que él no se ha prestado nunca a explicárnoslo, pero es indescifrable. No hay nada que le sea familiar, todo es nuevo para él, aunque parece acostumbrado a la presencia humana. Le da miedo todo: puertas, electrodomésticos, todo lo que se mueva de forma autónoma, ruidos, el agua, el viento, sombras incluida la suya, luces de todo tipo —la del móvil le aterra—, palos, otros perros, y así hasta el infinito. Pero su archienemigo es el sol. Parece normal que para alguien que lo desconoce todo, ver una bola de fuego suspendida sobre su cabeza que daña los ojos y que produce reflejos y destellos sea algo espantoso.
Hemos intentado acostumbrarlo con paciencia y premios a estos elementos, y en algunos ha mejorado; pero él no le pide nada a la vida, solo quiere un sitio seguro y pasar ahí todo el día sin ninguna ambición. Las caricias y el afecto digamos que las soporta, pero no es algo que necesite. A veces juega y corretea un poco, pero enseguida se detiene asustado pensando: ¿qué haces?, ¿disfrutar alegremente?, con los peligros que te rodean, y vuelve a su rincón.
Es tal su ingenuidad y candidez que es infinita la ternura que despierta su mirada. Un ser puro en un mundo de lobos es normal que tema por su seguridad. Boby trata de dejar atrás un pasado cruel que solo él conoce. El ser humano le supera en inteligencia, pero también en perversidad.
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