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Hace unos treinta años yo solía salir con mis amigos por la noche. Recorríamos mi ciudad, Valladolid, de punta a punta hasta altas horas de la madrugada. No nos cansábamos de ir de aquí para allá buscando garitos baratos de mala muerte, otros de diseño ... y con buena música, los que cerraban tarde, los que tenían muchas chicas, y así toda la noche. Unos días éramos dos o tres, y otros diez o quince, entre chicas y chicos. Nos movíamos a pie, en taxi, y luego ya en coches, con el peligro que eso suponía. En los bares se podía fumar y la situación era para verla. Si había cincuenta personas en el sitio, cuarenta fumaban continuamente, y a veces estabas en un antro que era un sótano sin ventilación ni nada parecido, pero nadie se quejaba. Debimos morir todos después de aquello, pero aquí estamos.
Ahora todo eso parece muy lejano. Sólo tengo recuerdos vagos y flashes que se iluminan en mi cabeza de vez en cuando. Risas en la noche, con eco, e imágenes difusas a cámara lenta, como en las películas. A veces me imagino entrando por una puerta, que es un portal que me devuelve de golpe a aquella época. Salgo del baño de un garito, y ahí está todo otra vez: el humo, la música, —pum, pum, pum—, la gente, la despreocupación. Supongo que durante nuestra vida vamos acumulando un montón de puertas como esa, unas las volvemos a abrir y otras las cerramos a cal y canto para siempre.
Hoy es sábado, es de noche y como amenaza tormenta y además tengo una pequeña enfermedad terminal creo que me quedaré en casa. Puede que escuche 'Golfa' de Extremoduro unas cuantas veces antes de dormir. Y luego quizá abra alguna de aquellas puertas.
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