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El mes pasado me escribió una persona que había leído mis artículos publicados por este periódico. Se declaraba «conmovida» por mi condición de enfermo de ELA, pero tenía el convencimiento de que «las enfermedades que afligen al ser humano desaparecerán y ningún habitante de la ... tierra dirá estoy enfermo, (Isaías 33:24)», y por eso me invitaba a una reunión cristiana para aportar «razones o pruebas» al respecto. Yo le agradecí el interés, pero le respondí que no soy creyente, y esta respuesta la dejó entre confundida y preocupada por el alma de una oveja descarriada en la tesitura de una muerte inminente.
Lo cierto es que nunca me he sentido verdadero creyente de ninguna religión. Se puede decir que soy un descreído de fábrica, innato. Si hay alguien preocupado por la salvación de mi alma, le diría que no he sido ningún santo, pero tampoco un capullo integral, no voy por la vida puteando a la gente a propósito, y cuando la lío no me pongo en plan intransigente, suelo reconocer mis cagadas, y esto me posiciona bastante bien en casi todas las religiones. Luego están los preceptos, pero dudo de que si algún día me planto cara a cara con Jesucristo, él me reproche no haber ido a misa o no haberle rezado a muñecas de madera.
Al contrario, yo podría decirle a él que me ha mandado la que, según la OMS, es la enfermedad más cruel que existe, así que es fácil que esa declaración me salga a devolver. Por lo demás, a medida que creces, asumes que tu vida tiene un final; y aunque no haya nada más, y seas incapaz de ver algo mágico o sobrenatural en el mundo, yo, cuando me veo reflejado en el espejo del ascensor, sonrío. Nadie quiere el careto de un amargado cerca.
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