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El 18 de agosto de 1913, en la ruleta del Casino de Montecarlo, la bola cayó en casillas negras veintiséis veces seguidas. Muchos tipos allí reunidos subieron sus apuestas al rojo con la idea errónea de que, después de tanta casilla negra, la casilla roja ... tenía que caer para restablecer el equilibrio. Algo parecido sucedió en Italia entre 2004 y 2005. En la SuperEnalotto italiana se eligen números entre el 1 y el 90 en diez ciudades. Durante más de un año el número 53 no salió en Venecia, así que se produjo una especie de locura colectiva por apostar cada vez más pasta por este número, e incluso hubo quien se endeudó o perdió todos sus ahorros.
Recientemente escuché en la radio a Juan José Millás comentar las colas de la administración de lotería de Paiporta, a la que acude gente de toda España a comprar lotería. «La lógica es que hay un orden superior y ese orden superior ha provocado una catástrofe, pero ahora la va a reparar», comentó el escritor.
Lo cierto es que nos cuesta aceptar el azar que reina en el mundo. Nos aterra un mundo regido por leyes físicas o matemáticas que no entienden de sentimientos ni de creencias sobrenaturales. Queremos patrones y leyes emocionales que anticipen el simple azar. Por eso pensamos que, si sale veinte veces una casilla negra, a la siguiente saldrá roja para devolver el orden al mundo, cuando la probabilidad es la misma. Lo mismo sucede con las loterías y las catástrofes, donde, como apuntaba Millás, se puede dar una profecía autocumplida, y acabe tocando allí por el volumen de ventas que han acumulado.
Y entonces sí. Respiraremos aliviados y alcanzaremos la paz espiritual. Porque pensaremos que algo que es solo azar premia a los maltratados.
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