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Es fácil empatizar con aquellos que han sufrido la catástrofe de la DANA. Son como nosotros. Por eso nos duele en el alma lo que les ha sucedido. Cualquiera de nosotros podría haber bajado apresuradamente al garaje a salvar su coche, su casa o su ... pequeño negocio: sabemos bien el esfuerzo que requiere conseguir todo eso. Cualquiera podría haber terminado en una montaña de coches al volver del trabajo. Cualquiera podría haber intentado salvar a alguien desde un balcón con una sábana o haberse manchado hasta las orejas para limpiar las calles de sus vecinos. Y cualquiera podría haber acabado con el agua por la barbilla, con el brazo elevado sujetando el móvil, mientras suena «la puta alarma de precaución».
Con los que es imposible empatizar es con los otros: los que corrían entre el fango con un carrito de supermercado lleno de jamones —más de cien detenidos por pillaje—; los responsables de grandes empresas que arriesgaron la vida de sus trabajadores por calderilla; los lobos que se colocaron una piel de cordero y se metieron en el rebaño, instrumentalizando la indignación para sus fines políticos; los que esparcen bulos o hacen sensacionalismo para monetizar el sufrimiento; y sobre todo, con los peores de todos: los políticos que tenían las herramientas para evitarlo y no lo evitaron, los que tenían a mano las ayudas necesarias y no las usaron.
Todos estos sinvergüenzas y malnacidos acabarán pagándolo, y sólo la unión serena de los nuestros, con las ayudas necesarias, acabará con el barro. Pero es inevitable que quede un poso de cabreo. Como en el libro de Steinbeck: «En los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia».
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