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El arte les ha salvado. Dándoles imperecedera ánima de bronce. Son parte de la ciudad. La ciudad misma. Como el Manneken-pis de Bruselas o la sirenita de Oslo. Un símbolo de Santander. El emblema ante el cual los foráneos guardan vez para hacerse un ... selfi abrazados a sus desnudos cuerpos de buceadores infalibles para inmortalizarse con ellos en una imagen de postal que mostrar a las amistades. De un tiempo a esta parte, son el símbolo que los turistas se llevan a casa en sus móviles de última generación.
Los raqueros de carne y hueso, delfines humanos, aún permanecen vivos, con sus nombres y circunstancias, en el recuerdo de los más antiguos de la localidad, testigos de sus saltos de delfín.
Y en el puerto, en cuerpo y alma, por mor del artista José Cobo. Quien les representó infinitos, renaciéndose a cada instante, como el mar en el poema de Verlaine.
Y en la literatura, por Pereda. Quien los grabó al aguafuerte en 'Escenas Montañesas': «El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta o en la de la Mar. Su vida es tan escasa de interés como la de cualquier otro ser, hasta que sabe correr como una ardilla; entonces, deja el materno hogar por el muelle de las Naos, y el nombre de pila por el gráfico mote con que le confirman sus compañeros; mote que, fundado en algún hecho culminante de su vida, tiene que adoptar a puñetazos, si a lógicos argumentos se resisten. Lo mismo hicieron sus padres y los vecinos de sus padres. En aquellos barrios todos son paganos, a juzgar pos los santos de sus nombres».
Paganos de las machinas, cuatro son los raquerucos representados como su madre les trajo al mundo. En bolas. La justiciera historia ha relegado al olvido a quienes les escarnecían arrojándoles monedas para que las sacaran del mar a riesgo de perder la vida en el intento. Ellos, en cambio, permanecen. Han devenido inmortales.
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