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Cada año, la Economist Intelligence Unit del semanario The Economist, una de las publicaciones occidentales con más prestigio, confecciona un Democracy Index o ranking de la calidad democrática de los países según una serie de indicadores. Los estados se distinguen así en cuatro grandes ... grupos. Los que puntúan entre 8,01 y 10 se denominan «democracia plena»; entre 6,01 y 8 se trata de «democracias con defectos»; debajo, hasta el 4,01 se sitúan los «regímenes híbridos», en los que el fraude electoral, la persecución a los medios y a la oposición, la falta de imparcialidad judicial o la corrupción imperan. Y ya en el estrato inferior, entre el 0 y el 4, están los regímenes «autoritarios».
Aproximadamente el 49,4% de la población mundial vivía el año pasado en países democráticos, aunque solo un 8,4% en democracias plenas. Algo más de un tercio de la humanidad debe soportar una tiranía, y el resto vive en el marasmo de la corrupción rampante y la manipulación gubernativa. De los 23 países que figuran en la lista de democracias plenas, España ocupa el puesto 22. Eso está muy bien, porque nos pone por delante de Francia, Estados Unidos, Italia o Bélgica.
Pero no resulta tan alentador, en cambio, que hayamos descendido seis posiciones en un solo año. Solo 12 centésimas nos separan ahora de caer en el club de las democracias con deficiencias. ¿Hasta qué punto hemos de tomar en serio estos indicadores que apuntan a un retroceso de nuestra democracia?
El Gobierno de España, presionado por sus socios europeos en Bruselas, ha tenido que dar marcha atrás en una reforma que pretendía hacer del Consejo del Poder Judicial una instancia todavía más político-dependiente de lo que ya es en la actualidad, lo que parecido le sucede al Tribunal Constitucional. La facilidad con la que implícitamente se admite que la interpretación jurídica tiene en última instancia carácter ideológico es muy de preocupar. Se acaba de informar favorablemente por el Consejo Fiscal un proyecto de ley de Memoria Democrática, algo que por definición debiera ser de consenso, solo por el voto de calidad de la Fiscal General del Estado, que llegó a ese cargo directamente desde la mesa del Consejo de Ministros. Un asunto de calado democrático se resuelve como el desempate por penaltis en una eliminatoria de fútbol. ¿Renuncia a una idea compartida de Justicia? Camino muy peligroso, que España ha recorrido demasiado.
En Cataluña, se negocia el nuevo gobierno autonómico en una cárcel, lo que nos recuerda que, con un abstencionismo récord (signo de poca fe en el mecanismo democrático), asumirán la dirección de esa comunidad las mismas fuerzas que aplastaron los derechos de la mayoría de los catalanes y de resto de nosotros en 2017, desoyendo todas las advertencias legales. Que miles de personas manifiesten tan abiertamente en las urnas que la libertad de los demás les importa un rábano resulta sobrecogedor, al menos para mí.
En general, el estado autonómico, que para otras cosas ha aportado alguna ventaja, ha reducido la libertad efectiva, concreta y palpable, de los ciudadanos. Y es que el poder es como la calefacción: si está muy lejos te deja frío, si está muy cerca te va a quemar. Lo mejor es una distancia media, y habría que inventar un teorema de la distancia media óptima, que permita a la vez el autogobierno de las regiones y el de los individuos. Porque, en la mayoría de las comunidades, tiene la política una influencia excesiva sobre empresas, colectivos, creadores, medios, entidades como los propios ayuntamientos, las universidades y la administración de los tres poderes oficiales. Los municipios, inviables por excesiva fragmentación, se hallan en su mayoría a los pies de las consejerías (solo se 'pinan' las capitales). Bajo el romanticismo de lo histórico, se le han vendido al ciudadano español estructuras de poder que no pocas veces andan lejos de beneficiarle. No solo eso, sino que son estructuras contra las cuales, en cierto modo, está ya prohibido reclamar y opera una censura implícita, una dogmática antiliberal que nos quiere hacer comulgar con historias de España como ruedas de molino.
¿Quién osaría plantear hoy abiertamente, por ejemplo, que hay que separar León y Castilla en dos comunidades diferentes, y unir a Castilla con Cantabria y Asturias, o Asturias con León, o La Rioja con Álava, Navarra y Aragón, o dividir Andalucía en la Bética y la Oriental (la Baja y la Alta, como las llamaba el federalista Pi i Margall), o unir Toledo y Guadalajara con Madrid, con la que mantienen una unidad vital cotidiana evidentísima? ¿O crear Distritos Metropolitanos al margen de las comunidades regionales?
Todo esto ya inimaginable, olvídese. León ha depuesto veloz su último y medroso desafío. Por el contrario, lo que se plantea es el independentismo catalán, la insistencia vasca en su relación bilateral y el crecimiento de ambas cuestiones, por un lado, en Baleares y, por otro, en Navarra. De hecho, el fundamento de la legislatura española actual era, precisamente, además de un giro social que está por ver aún, el dar cauce a las fiebres escocesas de Barcelona y a las norirlandesas vascas. Que esa dinámica haga mejor nuestra democracia es una pretensión indemostrada.
Añadamos a esto los oligopolios televisivos, las amenazas de líderes políticos a medios de comunicación o las campañas de manipulación de redes sociales, donde, como en las multitudes de Gustave Le Bon, el nivel de la masa desatada se reduce ostensiblemente. O el intento de crear una especie de Ministerio de la Verdad. ¿No parece un milagro que The Economist nos mantenga entre las democracias plenas?
La regeneración democrática, más que la superficie de las primarias o de los patrimonios de los políticos, como los cántabros que se acaban de publicar, es una tarea honda y compleja, y presumir que se está abordando sería engañarse. Personalmente, echo en falta un papel más activo de las universidades en el examen objetivo y sosegado de estos problemas, y en el diseño de posibles alternativas, que la ciudadanía pueda considerar sin tanta mediación.
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