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No sé si también te pasa, o si es para preocuparme, pero últimamente cada vez que empiezo a ver una película, al poco rato me sorprendo pensando. «Pero... ¡si van sin mascarilla!». Dos años de nada, y lo excepcional se ha convertido en cotidiano. Vamos, que parece que fuera ayer cuando nos reíamos de los orientales y su carita tapada -por la contaminación, entonces-, y luego la justicia poética nos castigó, sin piedad. Que ya no sea obligatoria en la calle es todo un alivio, pero la recuperación de esa libertad supone, sobre todo para los que tiramos a ansiosos, que tener que llevarla en interiores resulte todavía más molesto. Sobre todo, cuando pensamos que, probablemente, los mismos que guardamos las distancias en la oficina, en las aulas o en los actos culturales, un ratillo más tarde nos vamos a dar un garbeo, a echar una pachanga o tomar unas cañas, y en seguida empiezan las celebraciones de la amistad y otras efusiones. Que sí, que muchas precauciones, pero casi todas de cara a la galería.
Ahogados después de tantas olas, se diría que el virus ha perdido fuelle, o que nos hemos quitado ya el miedo de encima y lo que queremos es normalidad. Ya está bien de vivir tiempos interesantes.
Y ahora que hemos descubierto que los demás seguían teniendo cara, cada vez hay más ganas de recuperar esas sonrisas que durante tanto tiempo han estado ocultas, bajo amenaza de multa. Ya está bien de tanto sufrimiento cutáneo, de tantas orejas machacadas por las gomas, y de las horribles peinetas con que algunos evitan las llagas. Ojalá que la próxima noticia de la pandemia sea que ya no es necesaria la mascarilla. Que no sean ni un mal recuerdo, sino que las olvidemos para siempre.
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Ana del Castillo
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