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En los últimos tiempos, y en particular desde el estallido de la crisis económico-financiera de 2008, la preocupación por la desigualdad y sus consecuencias ha ido en aumento. Ahora que la desaceleración es un hecho incontrovertible y que, de no tomarse medidas, podría degenerar ... en recesión, la preocupación por la desigualdad sigue ganando enteros.
La desigualdad económica se puede analizar desde múltiples perspectivas, pero dos de las más habituales son la desigualdad personal y la desigualdad territorial. En esta ocasión, y tomando como excusa el informe 'Perspectivas de la economía mundial 2019' del FMI, quiero prestar atención a la desigualdad territorial dentro de las economías desarrolladas.
Aunque la desigualdad territorial externa, o entre países, es muy importante, la desigualdad interna, o dentro de cada país, lo es tanto o más básicamente por dos razones: en primer lugar, porque puede llegar a ser más intensa que la externa –el informe mencionado subraya, por ejemplo, que la renta media por habitante en Estados Unidos es un 90% mayor que en Eslovaquia, pero que la renta media por persona en el estado de Nueva York es un 100% mayor que en Misisipi– y, en segundo, porque, minando lo que se conoce como crecimiento inclusivo, puede «exacerbar el descontento y erosionar la confianza social y la cohesión». Pues bien, tal y como se pone de manifiesto en el informe del FMI, las diferencias entre las regiones que se han comportado mejor y las que se han comportado peor en las últimas décadas no sólo son grandes y persistentes, sino que, además, han aumentado en la mayoría de los países avanzados, al menos desde finales de los años ochenta del siglo pasado.
El problema con la ampliación de las diferencias entre regiones ricas y pobres dentro de un país es que las mismas se manifiestan no sólo en relación con la renta por habitante sino también en otros muchos frentes. Así, por ejemplo, ocurre que las regiones más pobres tienen, en promedio, una peor salud que las ricas (más mortalidad infantil y menos esperanza de vida), tienen una población menos cualificada, una estructura productiva más sesgada hacia el sector primario y la industria manufacturera tradicional, y sufren de mayores tasas de paro y de una población activa más reducida. Como consecuencia de todo ello, la productividad media, e incluso en la mayoría de los sectores, es también inferior a la de las regiones ricas, lo cual tiende, naturalmente, a perpetuar su situación de retraso relativo y, reduciendo la cohesión social, a favorecer el crecimiento de opciones políticas populistas, tanto de derechas como de izquierdas.
El informe del FMI pone asimismo de relieve otro hecho importante. Y es que, mientras que, en contra de una creencia muy generalizada, las perturbaciones negativas de carácter comercial (como las guerras comerciales promovidas por Trump) suelen tener efectos transitorios sobre todas las regiones (en este sentido no hay diferencias entre regiones ricas y pobres), las perturbaciones negativas de naturaleza tecnológica suelen tener efectos más permanentes, sobre todo entre las regiones menos avanzadas. Más específicamente, el informe subraya que «un shock tecnológico negativo —representado por una reducción del costo de maquinarias y equipos— eleva el desempleo en todas las regiones que son más vulnerables a la automatización, pero que las regiones rezagadas resultan particularmente perjudicadas».
Teniendo en cuenta todos estos elementos y, sobre todo, la elevada probabilidad de que una región pobre siga siendo pobre (en promedio para la muestra de países del FMI es del 70%), la pregunta que debemos plantearnos es cómo se puede luchar contra este aumento, lento pero incesante, de la desigualdad territorial dentro de cada país. Por experiencia, en España sabemos que esto no es fácil, pues llevamos muchos años haciéndolo y, al menos hasta ahora, sin resultados palpables (no en vano, la probabilidad de que una región española pobre siga siendo pobre se sitúa en torno al 80%).
Sabemos o creemos saber, sin embargo, cuáles son las palancas sobre las que habría que actuar para lograr que las diferencias entre regiones disminuyan, y estas pasan, sobre todo, por mejorar sustancialmente la formación del capital humano de las regiones atrasadas y por flexibilizar, en la medida de lo posible y sin dañar los derechos sociales y laborales adquiridos, los mercados de productos, servicios y trabajo. La política fiscal redistributiva, como no, también tiene un papel que desempeñar en este cometido. Lo que falta, como casi siempre, es voluntad política, aquí y fuera de aquí.
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