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Noreena Hertz, profesora del University College de Londres, acaba de publicar un informe sobre las razones de la proliferación del populismo, fruto de varios años de investigación en Europa y EE UU. Sus conclusiones riman con las reflexiones sobre el tema que vengo ... ofreciendo a los lectores.
Experimentos con ratones muestran que cuanto más aislado está uno más agresivo e intolerante se vuelve con su prójimo. Hertz se pregunta si esta conclusión es extensible al ser humano, si la soledad no sólo daña la salud física y mental sino que convierte el entorno en un lugar más agresivo y enojoso. De ser así ¿cuáles son las consecuencias sociales y políticas?
Parece ser que Hannah Arendt fue quien primero estableció la conexión entre soledad y políticas intolerantes. En su tratado sobre el totalitarismo articula antisemitismo, propaganda y la alianza racismo-burocracia para explicar el modus operandi de los movimientos totalitarios; pero al final salta de la sociología a la psicología para dar cuenta de otro factor, la soledad: «El aislamiento, la ausencia de relaciones sociales, lleva al solitario a abrazar una ideología que le permite recuperar la autoestima y volver a dar sentido a su existencia (...) el sentimiento de ser un marginado social es la base sobre la que se levanta el gobierno totalitario». Pienso que el totalitarismo, que parecía haber sido arrojado al vertedero de la historia tras la muerte de Hitler y Stalin, ha resucitado en múltiples lugares y, disfrazado con ropajes actuales, se pasea por el mundo dispuesto a imponer sus reales.
La soledad es la imagen de marca del siglo XXI. Lo resumía yo así hace unas semanas: «El mundo se ha visto reducido a un puñado de grandes urbes en las que los vecinos han perdido sus paisajes. Agrupados en una masa fluida compuesta de parásitos urbanos enganchados a los acontecimientos inmediatos, no tienen religión, son listos pero infructuosos, se alejan de sus orígenes y se encuentran sumidos en un mundo ancho y ajeno». Sumémosle el impacto de las nuevas tecnologías y del covid-19, y el resultado se aproxima muchísimo a la realidad que, quien más, quien menos, todos estamos experimentando.
Pues bien, este fenómeno está siendo explotado por los líderes populistas –a derecha e izquierda– para promocionar sus objetivos políticos. En las sociedades anglosajonas, pero también en Europa, el neoliberalismo de Reagan y Thatcher ha logrado que nos veamos unos a otros más como competidores que como colaboradores, egoístas más que generosos, oportunistas más que altruistas. Se ha mirado para otro lado en lugar de reconocer el precio que acabaríamos pagando por el hiper-individualismo.
El renacimiento del populismo de izquierda podría fecharse en mayo del 68, en Francia. El de derecha, también francés, en las elecciones de 1988 cuando Le Pen padre ganó 4,5 millones de votos sorprendiendo a propios y extraños. A partir de esas fechas el fenómeno populista se ha ido recrudeciendo, hasta hacer eclosión en Estados Unidos con la victoria de Trump en 2016, y en Inglaterra con el 'Brexit' en 2017. Antes había triunfado en Hungría y en Austria, pero hasta que ocurrió en USA y Gran Bretaña no se encendieron todas las alarmas. El de izquierdas, hoy por hoy, sólo ha tenido éxito en países de menor escala. El modus operandi, en cualquier caso, es común a todos ellos. El denominador común es el aislamiento.
No hay que hacer mucho esfuerzo para percibir que el aislamiento forzado por la pandemia nos ha vuelto más agresivos e intolerantes. Las investigaciones de Hertz en Europa y América confirman una y otra vez que los votantes de los líderes populistas coinciden significativamente con quienes tienen menos amigos de confianza, menos conocidos, a quienes ven con menos frecuencia, que los votantes de opciones moderadas. Los votantes populistas afirman que su mayor fuente de felicidad son los frecuentes eventos organizados por su movimiento favorito, y lo atribuyen al hecho de que luego se juntan para tomar unas cervezas y distribuir juntos sus panfletos. Aprecian en especial los gestos acogedores que allí despliegan los miembros del partido, muy amables y reivindicando sin complejos las viejas tradiciones hoy pérdidas.
Por ejemplo, los mítines electorales de Trump en 2016 se organizaban como si fuera un 'party' de forofos del fútbol americano, en los alrededores del estadio, horas antes del encuentro. Reinaba el mismo espíritu de pertenecer a algo más grande, el mismo sentido identitario, encontraban allí la tribu que habían perdido y no veían por ninguna otra parte.
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