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Apenas pasa un mes sin que haya que dar noticia del cierre de un comercio tradicional en Santander o Torrelavega. En muchos casos, porque no hay relevo generacional; en otros, es la segunda o tercera generación de emprendedores las que constata que no puede competir ... en las actuales circunstancias, como ha sido esta semana el caso de la tienda de fotografía Bustamante Hurtado, en la capital del Besaya, pionera en su día, parte de la historia local, y hoy avasallada por la marcha de la economía. Calles enteras de los centros urbanos santanderino y torrelaveguense (en este, al ser más reducido, el impacto visual y psicológico es mucho mayor) pierden los referentes comerciales de dos o tres generaciones de vecinos mientras roliferan los bajos cerrados, que permanecen largos periodos sin actividad. La falta de desarrollo de ambas ciudades mediante nuevos planes de ordenación urbana (son dos casos de frustrante acumulación de décadas de trámites estériles y gasto vano de dinero público en equipos redactores, gastos jurídicos y horas de funcionarios y concejales) impide una adecuada movilización de estos locales.
Pero estas trabas, más que añadirse a las causas de la decadencia del comercio tradicional, se suman a los efectos, obstaculizando el paso de nuevos emprendedores. Las causas reales se dividen en dos categorías, esencialmente: estructurales y coyunturales. En la primera hay que computar el gran cambio en los modelos comerciales por el éxito de los sistemas de franquicias y por la creación de áreas recreativas de grandes marcas; también, cada vez con más vigor, el despegue del comercio electrónico y la logística a él asociada. En ambos casos, el pequeño comercio no puede resistir las economías de escala en precios, distribución y marketing de las grandes compañías, las únicas que resisten en las calles afectadas (o incluso deben transformarse parcialmente al modelo digital, para compensar la erosión de sus canales presenciales). Por mucho que el pequeño comercio urbano se digitalice, no puede competir con los costes y sistemas de garantía de los gigantes del sector, ni con la oferta de aparcamientos gratuitos en la periferia. Otro factor estructural que afecta al comercio urbano es que nuestra comunidad aún no ha sido capaz de quebrar la estacionalidad del turismo. Solo cuando cada fin de semana urbano registre un lleno tendrá el comercio minorista la posibilidad de ampliar sustancialmente la parte de días rentables.
Junto a estas causas de fondo, muchas de ellas de difícil abordaje, es preciso referirse a las de coyuntura. El trastorno económico inducido por la pandemia, y también por la inestabilidad en la salida de la misma, no constituye el entorno más favorable para la resiliencia del comercio tradicional. Fenómenos como el cierre de Sniace hace dos años, con sus centenares de empleos directos e indirectos, tienen un efecto indudable en el nivel de compra. La inflación merma el poder adquisitivo de los salarios, que se concentran en los gastos de primera necesidad. Y en general, tanto el crecimiento económico como del empleo en Cantabria se viene mostrando durante toda la legislatura, antes y después del covid-19, como inferior al nacional, lo que revela una falta de tono que también acusa el pequeño comercio. Aunque las campañas de bonos y descuentos son positivas y dan resultados, los problemas reaparecen al día siguiente de terminada la campaña. La mayoría de estos negocios que cierran son familiares y con mucha clientela de toda la vida. Con ellos desaparecen vivencias, redes de sociabilidad, historias… Una esfera de comunicación sin la cual los centros de las ciudades van perdiendo personalidad, porque precisamente están perdiendo personas que conversaban con otras.
No existen soluciones milagrosas, pero entre eso y carecer de un plan integral para revertir este proceso de anulación de la personalidad de las calles más significativas la distancia es enorme. Hay que planificar y ser pacientes con las actuaciones.
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