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Decir que uno de los pilares de la democracia reside en que el poder judicial sea independiente y las leyes de obligado cumplimiento para todos, incluidos los gobernantes, es una obviedad que no debería ni mencionarse. Por desgracia, la credibilidad de los tribunales se merma ... de día en día y aumenta la desconfianza hacia quienes tienen la tarea de aplicar la legislación. La larga y cansina polémica sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, no solamente frena el ya lento proceso de resolver pleitos, sino que socava la imagen de los jueces y siembra dudas entre los españoles.
En España hay más de cinco mil jueces. La inmensa mayoría son personas que obtuvieron su plaza en duras oposiciones, tras años de estudio. También son poco conocidas por la ciudadanía, porque su tarea es silenciosa. Se limitan a instruir denuncias, valorar pruebas y emitir sentencias que deben ajustarse a una legislación que han redactado los diputados y senadores.
No se informa a diario de los cientos de sentencias que se dictan en los diferentes juzgados, porque no son noticia. Siguen los trámites reglamentarios y los jueces aplican las leyes. Esa credibilidad que otorga la independencia a los magistrados se ve amenazada por la injerencia de los políticos, que desean controlar a los jueces para eludir el cumplimiento de las leyes que ellos mismos elaboraron.
Para cualquier persona resulta difícil sustraerse a las informaciones en las que los políticos se reparten los jueces, como si se tratara de un botín. Tampoco es posible eludir el escándalo que supone que determinadas sentencias no se cumplan, sin que los obligados a ejecutarlas no reciban sanción alguna. ¿De qué sirve la justicia si lo dictaminado por los jueces no es más que papel mojado?
Asistimos, con perplejidad, a la comedia del engaño que se amplía hasta el infinito. Por una parte, se mantiene una legislación diseñada para confundir a los ciudadanos. Se condena a un criminal a cien años de prisión o a trescientos años... pero el máximo está regulado y, como mucho, permanecerán en prisión treinta años. Al conocerse la sentencia la opinión pública se sosiega porque la contundencia de la sentencia parece suficiente.
De otra parte, sentencias del Tribunal Constitucional (la máxima instancia) se quedan en nada si afectan a políticos. El ejemplo del incumplimiento de la sentencia sobre la obligatoriedad de qué en Cataluña, al menos el 25% de las clases sean en el idioma español, evidencia el basto truco. Es más, para cualquier demócrata resulta inasumible que un español no pueda expresarse, estudiar o ejercer su profesión utilizando la lengua oficial de su país. La sentencia del 25% resulta en sí misma una inaceptable cesión.
La larga y escabrosa negociación para designar a los miembros del CGPJ y del Tribunal Constitucional es una herida, casi mortal, a la credibilidad de la independencia judicial.
Si desde la UE, y conforme al criterio democrático, debe asumirse la independencia de los tres poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) resulta evidente que ni el legislativo, ni el ejecutivo deben mediatizar el judicial. La Unión Europea ha dicho que el sistema de elección de los jueces en España debe ser modificado. El debate sobre si es preciso reformar el sistema antes de elegir a los jueces, o al revés, bien puede solventarse con una fórmula sencilla: Se acepta que se deben nombrar los magistrados con la ley actual (posición del PSOE), pero se pide a los jueces que sean ellos quienes determinen los juristas que serán nombrados (posición del PP y la UE).
Lo grave es que la clase política quiere todo el poder y el respeto a las leyes estorba. Por ello, se recurre a la herramienta del indulto o se intenta colocar en los tribunales a magistrados muy afines a determinadas ideologías.
Esta situación desgasta no solamente la imagen, sino la credibilidad, de esos miles de jueces que ejercen con dedicación su tarea cotidiana, que deben abordar procesos judiciales, en ocasiones muy complejos, con escasos medios. Las maniobras para controlar los máximos órganos judiciales suponen un ataque a la imagen de miles de jueces en España. Los tribunales son el mecanismo que evita el que cada cual se tome la justicia por su mano y que impiden la extensión de la ley de la selva.
La clase política está obligada a dar ejemplo en el cumplimiento de las leyes y en mantener inmaculada la separación de poderes. Lo que diferencia una dictadura de una democracia es precisamente que, al derecho de elegir a sus representantes se una el recurso a una justicia independiente.
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