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Comunismo, nacionalismo y terrorismo son tres realidades que generaron una gran desolación en Europa durante el siglo XX. El actual presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, ha venido a apoyarse precisamente en ellas para ser investido. El comunismo, encarnado en los ministros de Podemos ... y en Alberto Garzón, es una ideología que, a la hora de ponerla en práctica, ya sabemos adónde nos conduce. Documentado está. Pero eso no ha impedido que Sánchez optara por echarse en sus brazos.
El nacionalismo fue el responsable de las últimas guerras que ha sufrido Europa (si exceptuamos la actual de Ucrania). Los conflictos de la antigua Yugoslavia en la década de los 90 revivieron los fantasmas de la limpieza étnica y de una contienda bélica convencional a tres horas de avión de España.
Para bosquejar la esencia del terrorismo no necesito, por desgracia, referencias históricas extranjeras. Bastan las lacónicas lápidas de nuestros cementerios. Las de quienes dieron su vida en pos de la libertad y prosperidad de este magnífico proyecto que es España. Por ello, durante el debate de investidura de Pedro Sánchez he experimentado una gran desazón desde el escaño que ocupo en el Congreso de los Diputados. Las alianzas del ya presidente del Gobierno son una vuelta de tuerca, inverosímil pero real, al viejo principio de que el fin justifica los medios. El problema añadido es que, en este caso, el fin no es otro que el afán megalomaníaco del inquilino del Palacio de La Moncloa por ocupar dicha sede.
«Dios mío, ¿qué es España?», se preguntaba Ortega. Si hay que responder en corto y por derecho, España es la historia de éxito de una vieja y gran Nación. Una de las mayores que el mundo vio. Si no, ¿cómo explicar el actual estado de prosperidad –mejorable, por supuesto–, libertad –de momento– y calidad de vida de que gozamos?
El envite nacionalista catalán, como el vasco en su momento de máxima pujanza, no nacen de una situación de opresión, sojuzgamiento o profunda desigualdad de los territorios que pretenden la secesión. Cataluña y País Vasco son regiones ricas y prósperas en comparación con la media del Estado. Sus identidades están plenamente respetadas y fomentadas a través del uso –cuando no imposición abusiva– de la lengua propia, de instituciones propias, de exaltación de manifestaciones folclóricas y culturales, del ejercicio de competencias sobre gran número de materias.
La voluntad de separarse y, por tanto, de fracturar España, no surge de una necesidad de la gente. Nace del narcisista oportunismo de políticos con ansias desmesuradas de poder que manipulan la Historia con útiles potentes y malignos como el racismo y el odio.
La esencia de un texto constitucional es garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos. Nace por y para ello. Si la Constitución afirma que la Nación es indisoluble, lo hace para que todos los españoles gocen de la amplia carta de derechos y libertades que el texto reconoce. ¿O es que alguien con dos dedos de frente piensa que un País Vasco dirigido por los herederos de ETA, o una Cataluña regida por los amigos de Terra Lliure, va a ser una Arcadia feliz en la que se respeten los derechos de todos?
Tengo que decir al respecto que desde el Partido Popular haremos todo lo que esté en nuestras manos para que, frente a la sinrazón y el todo vale con tal de residir en La Moncloa, impere la cordura. Con firmeza. Con la ley y con el Derecho como garantes de la justicia, la libertad y el bienestar.
Como concluía nuestro presidente Pablo Casado durante el debate de investidura: «Muy pronto conseguiremos devolver el sueño de los españoles».
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