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Andar «murrio», explica Lope de Vega a través de unos personajes de 'La Dorotea', significa «una manera de tristeza, que obliga a un hombre a traer siempre descontento el rostro». Así los tertulianos de Lope citan versos como: «Mal afecto de mí, con tedio y ... murrio...». O los de un imaginario Magalón de Petinaquis, como «La cara traigo murria / De sufrir tu zelosa cancamurria»; o «Ninguna cosa tanto me desmurria / Como mirar damazas de fanfurria». Quizá por metonimia existe el homónimo «murria» para un medicamento astringente, hecho de ajo, vinagre y sal, que se aplicaba hace siglos sobre las llagas para evitar su putrefacción. Dados los componentes, imaginamos el apretado ceño del paciente al recibir tan ácido remedio.
Uno de los personajes de 'Peñas Arriba', escribe mi paisano Pereda, iba «amorriadón y caviloso». En 'El lenguaje popular de la Cantabria montañesa', Adriano García Lomas entiende «amurriarse» como «afligirse, amustiarse», y cita ejemplo de 'El sol de los muertos', de Manuel Llano. También encontramos el significado de poner mala cara, como en Valle Inclán cuando escribe que una mujer «amurrió la cara con sal y desgaire».
La cancamurria es lo mismo que la murria. Unamuno hablaba hace noventa años de la «murria» social que producía la falta de entendimiento entre españoles por el devenir de la Segunda República. El caso es que llevamos largo tiempo bajo la opresión de la celosa cancamurria. Primero fue el grave impacto de la recesión financiera y su mala gestión desde Bruselas, al imponer ajustes de gasto público cuando se requería más flexibilidad, como hicieron los países anglosajones. Cuando ya estaba lanzada la recuperación y se retomaban algunos indicadores anteriores a esta crisis, sobrevinieron a la vez Carles Puigdemont y Corinna Larsen, pero sobre todo el impensable covid-19, un biotorpedo letal. Y cuando hace un mes creíamos estar a punto de superar la sexta ola de la pandemia y enfocábamos su «gripalización», la dictadura rusa decidió agredir a Ucrania y desencadenó una gran desestabilización, que los gobiernos no han encauzado con excesiva agilidad. Nuestra gente más joven y nuestro sistema de negocios, pues, acumulan trece años de mucha desazón.
A esta murria general que nos produce pena por la evolución de España y Europa, se añaden las amurriadas propiamente cántabras. Ya traté hace una semana de los no-fondos europeos que nos amurrian; no repetiré la lista, pero sí hago notar que terminará esta legislatura sin que haya prácticamente nada ni en La Pasiega, ni en el MUPAC, ni en la Residencia, ni en La Remonta, ni en las Estaciones de Santander ni en la Estación de Torrelavega, ni en La Lechera, ni en esa entelequia pomposamente llamada Parque Tecnológico de Las Excavadas, o de 'Las Enterradas', ya no recuerdo bien; ni en Sniace, más en licuefacción que en liquidación; ni en Comillas, donde ya veremos si el PERTE del español, 'Nueva economía de la lengua', trae goles o coles de Bruselas, pues el único chino que ha venido hasta ahora era de Wuhan. Afortunadamente, se desmurria uno de vez en cuando, como cuando el ministro de Cultura anuncia que el Estado comprará el Archivo Lafuente, lo que vendrá a garantizar una presencia constante del Museo Reina Sofía en Santander. Para siempre. Eso que cualificadas voces de nuestros gobernantes autonómicos señalaron como meros papelotes, y que el resto del mundo mundial (ignorantes que no saben lo que es una albarca) considera como un tesoro inigualable que podría estar en Nueva York o París. Menos mal que, muchas veces, Cantabria no está en manos de los cántabros, y así no podemos hacer como aquella vez que me puse a desmontar en casa con un amigo una radio de lámparas y, luego, no fuimos capaces de reconstruir el invento; nos quedamos sin radio y sin autoestima electrónica. Cuántas radios no habrán roto los gobiernos.
Pido licencia para utilizar, en homenaje a ese gran oriundo de Cantabria que fue Lope de Vega, cancamurria como intensificador de murria. Los sociólogos hablarían de 'estado del malestar', discordancia entre lo oficial y lo real, estresante liquidez de los tiempos o precarización del destino. El cronista, menos obligado a esas precisiones, se queda con cancamurria, que es como una tarta Selva Negra con murrias diferentes en cada capa. La misión esencial de la política es difícil de pronunciar, pero el descancamurriador que lo descancamurrie... gobernará. Pues las humanidades son la ingeniería de la convivencia, la medicina de la democracia, las nuevas tecnologías del optimismo y la inteligencia artificial contra el absurdo natural.
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