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Esto de las marcas es terrible. Desde las elecciones autonómicas andaluzas, Vox ('voz' en latín) es una marca en ascenso mediático, tanto para sus nuevos simpatizantes como para sus animosos detractores. Pero es que, para mí, Vox venía siendo, desde tiempos «desmemoriales» (aquellos de los ... que casi no te acuerdas), simplemente la editorial de mis viejos diccionarios de Griego, Latín y Francés: gris, marrón y azul. ¿Cómo aceptar la súbita invasión semiótica de sus venerables tapas forradas y cien veces reparadas? Tengamos en cuenta, además, que Vox, del grupo Anaya, vende todos los años a estudiantes y profesores miles de ejemplares de sus diccionarios (cubren hasta 11 idiomas). Como coja vuelo la nueva marca, va a parecer que no se puede estudiar lenguas en España sin hacer un poco de política.
Me pregunto si alguien votaría a un partido llamado 'Diccionario', cuyos militantes serían «diccionaristas». No estamos tan avanzados, pero sí veo posible que se acabe editando el 'Diccionario Vox', aunque no sea en el sello editorial Vox. Efectivamente, uno de los principales logros prácticos en la comunicación política es conseguir que la gente nombre el mundo según tu diccionario y no según los otros.
Si los demás aceptan tu descripción de la realidad, ya tienes mucho ganado. Claro que la realidad siempre puede vengarse, como les pasa ahora los afiliados de Podemos al chocar su lenguaje bolivariano de redención y bienestar con la cruda realidad bolivariana de dictadura y miseria. El comunismo es una sinfonía de Beethoven que los dioses han condenado a ser tocada siempre con pito y tambor.
El 'Diccionario Vox' no sería solo un diccionario de nombres comunes, como «libertad», «ciudadanía» o «igualdad», sino también de nombres propios que redefinir, como «España» o «Cantabria».
Por cierto, que el abuelo Abascal de Santiago Abascal procedía de Arredondo: de ahí el apellido montañés. Pero no nos entretengamos en el camino. Umberto Eco se complacía en distinguir entre el diccionario y la enciclopedia. El primero expone los rasgos unívocos y convencionales de un término. La segunda recoge todas las interpretaciones históricas, potencialmente todas las posibles, de dicho término.
Toda la lucha política puede resumirse, en su aspecto retórico, como la reducción forzosa de la enciclopedia a un diccionario particular. En este sentido, el debate político supone una simplificación inmisericorde de los contenidos que podemos predicar de una realidad histórica.
Y la simplificación más sospechosa es aquella que parece (por decirlo con una añeja expresión de Unamuno) «chapuzarse de pueblo» y, así, entroncar con el sentido común cotidiano, tribunal supremo ante el que deben examinarse incluso los más altos ingenios.
Hace días se nos ha recordado que Cantabria ha llegado a 2019 con más de 140.000 pensionistas, de los que 85.000 son jubilados mileuristas. Hay además unos 18.000 beneficiarios de prestación por desempleo y 7.000 pensiones no contributivas. Esto quiere decir que los 241.000 ocupados deben sostener los ingresos de otras 165.000 personas, en proporción de 1,46 a 1.
No se ve cómo se puede seguir aumentando ese gasto social sobre base tan exigua, y tampoco de qué modo puede solucionarse si se excluye una mayor integración económica en la Eurozona (tendente finalmente a una federación muy estrecha) y la creación de importantes flujos estables de inmigración para reforzar las bases económicas del bienestar.
Predicamos el panhispanismo abstracto en México, pero nos han faltado reflejos para traernos siquiera a una pequeña parte de los 3 millones de venezolanos que han huido del desastre «chévere». La enciclopedia siempre pondrá al diccionario en su sitio, como intuyó Eco.
Y no solo a los diccionarios Vox. Pero dudo también de que alguien votara al Partido Enciclopédico. Por eso la democracia sigue siendo esencialmente utopía.
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Ana del Castillo
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