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El flujo de retratos de vacas, jatos y perros pastores que llueve sobre mí desde las montañas de Liébana parece una alegoría de las estadísticas del coronavirus en la parte de cornisa cantábrica que, por su relativo aislamiento, es un archipiélago separado de una península ... por densos mares de piedra. Galicia, Asturias, Cantabria: entre las comunidades con menor infección y defunción. Hay otras ultraperiferias también menos graves, aparte de los archipiélagos protegidos por montañas de agua salada: Andalucía, Murcia, Valencia, Extremadura.
«Dichoso aquel» empieza un famoso poema del romano Quinto Horacio Flaco, en sus epodos (versos impares largos, pares cortos). El 'beatus ille' es, casi hasta el final, un canto a la vida del campo, lejos de la ciudad, la milicia, los tempestuosos mares, las disputas de la política y los tribunales, la servidumbre urbana a los poderosos. «Dichoso aquel que alejado de los negocios y libre de toda usura, como los primitivos mortales, trabaja los paternos campos con bueyes de su propiedad»: es el comienzo, que inspirará todo un género de la literatura occidental, pasando por Fray Luis de León hasta nuestros ecologistas actuales.
Horacio, hombre del sur itálico, y Publio Virgilio Marón, poeta del norte, coinciden en torno al 30 antes de Cristo en escribir este las 'Geórgicas' o poemas de la vida campesina, y aquel la poesía que hoy citamos. Se ve que, después de que la decisiva victoria de Octavio en Grecia sobre Marco Antonio y Cleopatra pareciera poner fin a veinte años de locura desde que Julio César cruzara el Rubicón para combatir a Pompeyo, había anhelos en Roma de retornar al origen rústico de la nación, a una cierta época dorada, como la que Cicerón había en vano soñado para la República. Curioso que, en el momento de nacer, el Imperio romano creyera manriqueñamente que cualquiera tiempo pasado fue mejor.
Sin embargo, Horacio tenía un temperamento mucho más satírico e irónico que Virgilio. Los últimos versos nos descubren que el inmoderado elogio de la vida en el agro ha sido pronunciado, en realidad, por un prestamista romano: «Alfio el usurero, dicho esto, recoge a mediados de mes todo su dinero y vuelve a prestarlo a principios del siguiente». El «dichoso aquel» no era más que la hipócrita nostalgia de un recalcitrante capitalista urbano.
Así, aunque sintamos el «beatus ille» de provincias insulares en este aprieto microbiológico, e incluso el «dichoso aquel» de cada quien en su morada de confinamiento, especialmente si es en la Cantabria rural y si uno, por actividad esencial, puede mantener el contacto con la naturaleza, conviene que mantengamos la cautela. ¿No será Alfio quien está hablando con mordacidad? ¿No será solamente una ralentización en la llegada al litoral celtibérico de la onda expansiva del 'mesetavirus', donde Madrid y ambas Castillas suman la mitad de contagiados y fallecidos de todo el país? ¿Podemos realmente vivir, como en el verso horaciano, «procul negotiis», lejos de los negocios de la civilización? ¿Hasta cuándo es económicamente sostenible nuestro «beatus ille» doméstico de teletrabajo, tele-profes, tele-perro, diluvio de notificaciones, teleseries y desmentidos de unos ministros a otros? ¿Cómo se financia el 'tele-todo'?
La enumeración horaciana del ajetreo sigue valiendo, más o menos, veinte siglos más tarde: el sobresalto del soldado al oír la trompa (órdenes de alarma que se nos dan); el horror ante el mar iracundo (las olas de Wuhan); tratar de evitar el foro (la política de regate corto y tentetieso) y los soberbios umbrales del poder (quienes abusan de su posición y reclaman el saludo matutino de su clientela). Dichoso aquel que tiene pagados sus bueyes, ara la tierra paterna, tiene sus aceitunas por manjar superior a las ostras y, ayudado por los fieles perros, tiende en invierno celada al suculento jabalí. Estos son, dos milenios después, no solamente aquellos que siguen trabajando el campo cántabro y sus muchos caminos hacia la tienda de comestibles, sino también los colectivos más estables: jubilados sin deudas; los funcionarios de que nos ha hablado estos días Vicente Mediavilla, que lo sabe de por dentro y ha sido valiente para decirlo.
Sin embargo, ni el por momentos bucólico Alfio pudo resistirse a los negocios. La vida actual tiene como base la circulación del dinero, con 'animus engrosandi', por los itinerarios de la producción y distribución. Patricia Moreno, David Cantarero y Lidia Sánchez creen que nuestra caída económica regional puede andar entre, digamos metafóricamente, 3 metros (semejante al manteamiento de Sancho Panza en la venta) y 15 metros (paliza que los gigantes, disfrazados de molinos, dieron al bueno de Don Quijote). Colchoneta, escayola, rehabilitación: la política necesaria.
Ahora se podría decir, al revés que Horacio, que «dichoso aquel» que en la vida urbana podía ir al museo, al concierto, al cine, al fútbol, a la oficina, al aeropuerto, a clase de polinomios, a Cañadío, a la playa... «Beatus ille» que debía casa y coche al banco, pero podía hacer frente a las cuotas y planear algunas escapadas para huir del ahorro. Dichoso aquel y dichosa aquella que ignoraban que existe un interminable catálogo de tipos de mascarilla, un catálogo aún más interminable de consejos contradictorios sobre su empleo, e incluso otro más inacabable todavía de caraduras que quieren con ellas hacer el agosto en abril, quitándose sus máscaras al encarecer sus mascarillas, para mostrarnos que Alfio, el 'faenerator' o usurero, sobrevive.
La beatitud de estas ínsulas regionales y sus islotes domiciliarios añora la otra, la que consistía en la libre circulación, acumulación y estorbo mutuo de gentiles. Pero si volvemos a ella demasiado pronto, nos dicen por Skype los contagiados ministros y los pachuchos expertos, acabaremos añorando la vida rupestre del estado de alarma (hemos vuelto a ser gentes de Altamira, pero con vitrocerámica y memes de bisontes). Aunque, si regresamos demasiado tarde, experimentaremos la vida no solo rupestre, sino vegetariana por fuerza mayor. El bisonte en la pared será solo la añoranza de aquel 'homo sapiens' dichoso que comía solomillos.
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