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Todavía hay que esperar a ver como termina, pero la impresión general es que la campaña para la formación del nuevo Gobierno, que todavía se prolonga con un mercadeo de ambiciones con el independentismo, está siendo bastante decepcionante. Muchas promesas y muchos debates airados, pero ... ni una sola promesa de solución bien argumentada para hacer frente a los problemas que enfrentamos los españolas. El mayor protagonismo lo ha capitalizado la pretensión de una minoría de militantes de la separación de su región, una pretensión democráticamente legítima, aunque inconstitucional y contraria al interés colectivo que beneficia a todos: la unidad.
Lo peor de todo es que esa pretensión fanatizada esté capitalizando la exclusiva del debate y la negociación previa a algo tan trascendente para el futuro de todos como es el reparto del poder. El independentismo es un riesgo para el futuro que debe ser escuchado y valorado sin olvidar, eso también, que sus partidarios no llegan ni a una décima parte de los españoles que sufren la pobreza y apenas han sido escuchados. Los historiadores suelen coincidir en la convicción que en los últimos siglos, salvo excepciones muy honrosas, España no ha tenido suerte con sus políticos.
Quizás lo explica que la ambición distrae a la política de los verdaderos problemas de los ciudadanos y, sin proponérselo, dándole la prioridad y mayor atención a los que pretenden descuartizar el país en beneficio de sus ideas y, peor aún, de sus intereses en perjuicio de los demás. Para empezar, no estará de más recordar que España es uno de los países más importantes de Europa, de los más antiguos en su configuración y unidad, con un idioma universal, el territorio más cohesionado a pesar de las diferencias y con las fronteras más firmes y seguras del Continente.
Esta realidad, que muchos ignoran y otros no quieren reconocer como un activo importante, es lo que el independentismo quiere destruir por capricho, partiendo a menudo de creencias utópicas de que su independencia proporcionaría mejoras para los ciudadanos cuando la experiencia internacional demuestra todo lo contrario. Los países, y España el primero, deben evolucionar y modernizarse al ritmo que marcan los tiempos. Nada es peor que anquilosarse en unas tradiciones que imponen retraso; los problemas cambian y hay que afrontarlos con soluciones y nuevas iniciativas, pero sin dejarse llevar por propuestas de división, igualmente retrógradas, ni cambios frívolos que destruyan lo que se ha conseguido y hay que defender. El 'brexit' británico y su número creciente de arrepentidos es un buen ejemplo.
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