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Me fascina esta imagen urbana tan santanderina de la barra de pan enganchada bajo una de las axilas de la señora o el caballero y ... la otra rompiendo el currusco para llevarlo a la boca. No me he fijado si esto sucede en otros puntos del país, la verdad, pero creo que en nuestra ciudad nunca llega entera nuestra protagonista a casa. Hasta hace pocos años, la variedad de panes era bastante pequeña. La hogaza, la torta, el richi, el pan de molde y la barra, esta última la más demandada. Uno iba a la panadería y pedía un pan y, no como ahora, con la opción de poco cocido y de escoger aquel que más nos entre por los ojos. Todas las barras eran más o menos iguales. Siempre envueltas en papel de estraza y listas para atacar los extremos antes de llegar a la mesa.
Hoy, las panaderías son un mundo. Panes de espelta, de maíz, integrales, de pueblo, con cereales, en palillos… En distintos formatos dependiendo del peso. Hasta te los sirven rebanados si es menester. Además este tipo de comercios especializados han dado una vuelta más al negocio con una atractiva carta de repostería: cruasanes, tostadas, galletas, hojaldres, cocadas… Hay ya panaderías que se han convertido en cafeterías, con sus propios productos a elegir. Y como la base es el pan, se apuesta también por lo salado con sándwiches, pulguitas y pinchos de tortilla. Es el pan, con ese efímero currusco, tan necesario que se puede comprar en algunas gasolineras, mientras llenamos el depósito.
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Ana del Castillo
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